Carmelo Pérez –aquel que, desde el cielo, “se asoma a verte torear”, en la metafórica letra de “Silverio”, el célebre pasodoble de Agustín Lara– provocó en México una revolución parecida, sin exageración, a la de Juan Belmonte en la Meca del toreo, allá por 1913. Como el Pasmo de Triana, el texcocano carecía de los atributos físicos del torero prototípico –cargado de hombros y achaparrado el andaluz; alto, flaco y desgarbado el mexicano, de un moreno subido-, pero cualquier duda desaparecía en cuanto salía el toro y se topaba con aquel hombre impasible, plantadísimo, que lo obligaba a acometer un lienzo minúsculo y a repetir sobre el mismo una y otra vez. Aunque así “es imposible torear”, Carmelo toreaba en esas condiciones de inverosímil ceñimiento llevando las manos muy bajas, cargando la suerte y obligando al animal a quebrar la dirección de su embestida para poder eludir el imperturbable obstáculo humano que, conforme mayores fueran la codicia y celo de la fiera, más lances o muletazos sumaba (hasta 16 naturales consecutivos ligó cierta tarde en la plaza El Progreso de Guadalajara, incendiada de emoción).
Con Carmelo –que en realidad se llamaba Armando y empezó a torear a escondidas de su familia con nombre falso- todo ocurrió muy de prisa hasta el trágico desenlace: la campaña novilleril de Puebla que lo condujo a una alternativa sin sustento (13.01.29) –por cierto con el mismo cartel de la auténtica, diez meses después-, su seguidilla de triunfos y cogidas en la temporada chica capitalina, donde lo presentaron como “Un novillero que asusta”… pero de feo, le gritó un porrista mofándose de su fracaso ante su primer novillo, previo a la escandalera monumental que armaría con el sexto (05.05.29), su rivalidad con Esteban García –que era su contrafigura, casi un matador sin la alternativa que no llegó a tomar, pues lo mataría en Morelia el morlaco de su despedida como novillero (02.11.29)-, y, finalmente, un doctorado forzado por la empresa, que ese año comandó Rodolfo Gaona y que se le dio en contra del parecer de la crítica sensata, que no veía al texcocano preparado para convertirse, de la noche a la mañana, en matador de toros cinqueños.
La corrida. Todavía se discute si la cornada de Carmelo Pérez la tarde de nuestro cartel de referencia fue la causa de su muerte en Madrid en octubre de 1931, o ésta se debió a la cirugía del médico titular del coso madrileño, doctor Jacinto Segovia, para cerrarle la canalización que los médicos mexicanos le había dejado libre a fin de que continuara supurando la gravísima herida de pleura causada por “Michín”, de San Diego de los Padres, sexto de una corrida en la que Antonio Márquez (celeste y oro) acababa de cortarle el rabo a “Polvorilla”, cuarto bis de la tarde, y Pepe Ortiz (rosa y oro), sin ganado propicio, legó a la posteridad su quite por las afueras, andándole rítmicamente entre los pitones al abreplaza “Cornejón” mientras mecía su capote tras la espalda. Había nacido la tapatía, rebautizada por la futura ignorancia de algunos con otras denominaciones.
“Michín”. Retinto de pinta, era un saltillo del hierro toluqueño de San Diego de los Padres, al que se le asignó el nombre del gato con botas del cuento infantil. Su comportamiento en las corraletas de El Toreo fue bastante apacible, nada que presagiara el huracán astado que iba a saltar a la arena de El Toreo en sexto lugar, con Carmelo decidido a recuperar el terreno perdido ante su complicado primero, situación nada nueva para él si recordamos lo ocurrido el día de su presentación novilleril y también la tarde misma de su alternativa (03.11.29), en la que el de la ceremonia, un encastadísimo berrendo aparejado de Piedras Negras de nombre “Granado”, literalmente lo trajo de cabeza, como preparando una sonada reivindicación in extremis con el cierraplaza “Madrileño”, al que desorejó entre clamores. Si ese día le salió al último piedreño picado por el triunfo previo de Heriberto García –testigo de su alternativa, recibida de Cagancho–, más le pesaba esta vez el rabo cobrado por Antonio Márquez. No iba Carmelo, mexicano hasta las cachas, a dejarse pisotear en su propia tierra por un torero español. Y dejó el burladero dispuesto a todo.
La cogida. Rescatemos el vívido relato de Armando de María y Campos: “En sexto lugar salió “Michín”, retinto albardado, hondo, bien armado y bajo de agujas. El primer capotazo se lo da Rolleri y se revuelve rápido. Toma el olivo el peón y Carmelo (corinto y oro), en el tercio de capotes, le da un primer mantazo por bajo, por el derecho, “Michín” se revuelve violento en el preciso instante en que Carmelo se estira para pasárselo en uno de sus parones escalofriantes. Pero el toro se le viene tan vencido que lo encuentra en su viaje y lo empunta por los machos de la taleguilla. Y se produce la cogida más espantosa y larga, más horrible y dramática, más emocionante y absurda que hemos visto y que se recuerde. No menos de un minuto estuvo Carmelo en los pitones de “Michín”, que ya lo cogía por un muslo y lo soltaba, y rápidamente, brutalmente codicioso, lo enganchaba por la espalda, se lo pasaba de un pitón a otro, lo volvía a coger por los riñones, lo pisoteaba y arrastraba teniéndolo enganchado y azotándolo como trágico pelele. Márquez, colgado del rabo, no lograba que el toro soltara su presa, y cien capotes no podían distraer a “Michín”, que estaba asesinando al pobre torero. Una emoción intensísima palpitaba la plaza cuando Carmelo quedó en la arena, hecho un guiñapo humano, chorreando sangre de varios sitios, medio desnudo, porque un pedazo de taleguilla quedó en la arena, y una hombrera, y una zapatilla… ¡Está muerto!… ¡Lo ha matado!… decíamos todos, mientras compañeros y asistentes se llevaban el fardo trágico del torero ensangrentado… Nadie atendió ya lo que pasaba en el ruedo. Cumplió en varas ”Michín”… el tercio de banderillas, a cargo de Rolleri y Chencho, pasó como un relámpago. Y Márquez, sin brindar, hizo una faena breve y torera, casi toda por delante, logrando que el asesino “Michín” le obedeciera como inofensivo corderillo. Mató de dos pinchazos buenos y una corta que el público no se detiene a ovacionar porque materialmente se arroja hacia las salidas para saber qué es lo que tiene Carmelo.” (El Eco Taurino, 21 de noviembre de 1929).
Breve coda de José Alameda: “Antonio Márquez, el gran torero madrileño, a quien le tocó matar al toro que había matado a Carmelo –aunque la muerte de éste sobreviniera meses después- me lo contó un día, con emoción que no habían mitigado los años: “Pudimos al fin hacerle el quite, que buen trabajo nos costó a todos; di el primer capotazo después de la cogida y me quedé sorprendido de la fiereza con que acometió el toro. Nunca he visto un animal tan fiero ni una cogida tan impresionante. El toreo es duro muchas veces, pero pocas lo sentí y lo vi más duro que aquella tarde, en la vieja plaza El Toreo de México…” (Alameda, José. Los heterodoxos del toreo. Grijalbo, México, 1979. p. 99).
Parte facultativo. Da cuenta de seis heridas, dos de ellas muy graves:
“Primera: Herida por cuerno de toro de 25 centímetros situada en el tercio medio e inferior de la cara interna del muslo izquierdo, interesando todas las partes blandas y faltando sólo la piel para salir por la cara externa; descubrió las venas femorales y desgarró el nervio crural, destruyendo grandes porciones musculares.
Segunda: Herida causada por cuerno de toro en el hemitórax derecho, a la altura del noveno espacio intercostal, de nueve centímetros de extensión”. El parte menciona otras cuatro cornadas y detalla la curación practicada en la enfermería. “Pronóstico: El conjunto de dichas lesiones pone en peligro la vida del diestro.” Firmado por los doctores Xavier Ibarra y José Rojo de la Vega.
Será la segunda, la del costado, la herida que finalmente segará la joven vida de Armando Pérez Gutiérrez (Texcoco, 01.07.1908/ Madrid, 18.10.1931), Carmelo Pérez en los carteles.
Aportación y grandeza. Al contrario de los ases de la edad de oro mexicana –los Armilla, Garza, Balderas, Solórzano, El Soldado…- y no se diga los posteriores, del toreo de Carmelo no existen constancias fílmicas sino solamente fotográficas; en todas pasan los toros a una distancia inverosímil de su cuerpo, pero el toreo es un arte en movimiento, y en cuanto al temple carmelita y sus remates y su modo de ligar, nos quedamos en ascuas. Sabemos que el ganadero de San Mateo, Antonio Llaguno González, que fue un gran impulsor de la clase y el son en toros y toreros, tuvo siempre su torero de referencia, sucesivamente Gaona, Chicuelo, Garza, Luis Castro, dueños todos del secreto del temple; en esa línea solamente prescindió de Silverio Pérez debido a su cercanía con Fermín Armilla, visto por el señor Llaguno como enemigo a vencer. Pues bien, Carmelo también figuró, aunque fugazmente, en su corta lista de privilegiados.
Tres legados: técnico, estético y emocional. Al respecto, reproduzco lo que Paco Malgesto, apoyándose en una crónica de Carlos Quirós “Monosabio”, escribió sobre Carmelo: “Cinco pases naturales de tal temple, de tal suavidad y de tal longitud como no se habían visto nunca en México; y allí estaba, testigo asombrado y mudo de la escena, el torero que antes que Carmelo mejor y más bellamente había toreado al natural ante los ojos de la afición mexicana: Manuel Jiménez “Chicuelo”. Estaba viendo derribarse, al soplo de la inspiración maravillosa del torero de Texcoco, el monumento que eran en la memoria de los aficionados sus faenas a “Dentista” y “Lapicero” de San Mateo…” (Cantú, Guillermo H. Silverio o la sensualidad en el toreo. Edit. Diana. México, 1987, p. 191).
Este relato corresponde a la faena de Carmelo a “Viñero” de Zacatepec (11.01.31), un año después de la cornada de “Michín”, con el pulmón derecho colapsado, asfixiándose al torear y ya con la muerte en el cuerpo. Mientras ésta llegaba, inexorable, otra clase de legado suyo se fraguaba. Tenía nombre, apellido y un futuro esplendoroso: Silverio Pérez.
Publicado en La Jornada de Oriente.
Carmelo Pérez –aquel que, desde el cielo, “se asoma a verte torear”, en la metafórica letra de “Silverio”, el célebre pasodoble de Agustín Lara– provocó en México una revolución parecida, sin exageración, a la de Juan Belmonte en la Meca del toreo, allá por 1913. Como el Pasmo de Triana, el texcocano carecía de los atributos físicos del torero prototípico –cargado de hombros y achaparrado el andaluz; alto, flaco y desgarbado el mexicano, de un moreno subido-, pero cualquier duda desaparecía en cuanto salía el toro y se topaba con aquel hombre impasible, plantadísimo, que lo obligaba a acometer un lienzo minúsculo y a repetir sobre el mismo una y otra vez. Aunque así “es imposible torear”, Carmelo toreaba en esas condiciones de inverosímil ceñimiento llevando las manos muy bajas, cargando la suerte y obligando al animal a quebrar la dirección de su embestida para poder eludir el imperturbable obstáculo humano que, conforme mayores fueran la codicia y celo de la fiera, más lances o muletazos sumaba (hasta 16 naturales consecutivos ligó cierta tarde en la plaza El Progreso de Guadalajara, incendiada de emoción).
Con Carmelo –que en realidad se llamaba Armando y empezó a torear a escondidas de su familia con nombre falso- todo ocurrió muy de prisa hasta el trágico desenlace: la campaña novilleril de Puebla que lo condujo a una alternativa sin sustento (13.01.29) –por cierto con el mismo cartel de la auténtica, diez meses después-, su seguidilla de triunfos y cogidas en la temporada chica capitalina, donde lo presentaron como “Un novillero que asusta”… pero de feo, le gritó un porrista mofándose de su fracaso ante su primer novillo, previo a la escandalera monumental que armaría con el sexto (05.05.29), su rivalidad con Esteban García –que era su contrafigura, casi un matador sin la alternativa que no llegó a tomar, pues lo mataría en Morelia el morlaco de su despedida como novillero (02.11.29)-, y, finalmente, un doctorado forzado por la empresa, que ese año comandó Rodolfo Gaona y que se le dio en contra del parecer de la crítica sensata, que no veía al texcocano preparado para convertirse, de la noche a la mañana, en matador de toros cinqueños.
La corrida. Todavía se discute si la cornada de Carmelo Pérez la tarde de nuestro cartel de referencia fue la causa de su muerte en Madrid en octubre de 1931, o ésta se debió a la cirugía del médico titular del coso madrileño, doctor Jacinto Segovia, para cerrarle la canalización que los médicos mexicanos le había dejado libre a fin de que continuara supurando la gravísima herida de pleura causada por “Michín”, de San Diego de los Padres, sexto de una corrida en la que Antonio Márquez (celeste y oro) acababa de cortarle el rabo a “Polvorilla”, cuarto bis de la tarde, y Pepe Ortiz (rosa y oro), sin ganado propicio, legó a la posteridad su quite por las afueras, andándole rítmicamente entre los pitones al abreplaza “Cornejón” mientras mecía su capote tras la espalda. Había nacido la tapatía, rebautizada por la futura ignorancia de algunos con otras denominaciones.
“Michín”. Retinto de pinta, era un saltillo del hierro toluqueño de San Diego de los Padres, al que se le asignó el nombre del gato con botas del cuento infantil. Su comportamiento en las corraletas de El Toreo fue bastante apacible, nada que presagiara el huracán astado que iba a saltar a la arena de El Toreo en sexto lugar, con Carmelo decidido a recuperar el terreno perdido ante su complicado primero, situación nada nueva para él si recordamos lo ocurrido el día de su presentación novilleril y también la tarde misma de su alternativa (03.11.29), en la que el de la ceremonia, un encastadísimo berrendo aparejado de Piedras Negras de nombre “Granado”, literalmente lo trajo de cabeza, como preparando una sonada reivindicación in extremis con el cierraplaza “Madrileño”, al que desorejó entre clamores. Si ese día le salió al último piedreño picado por el triunfo previo de Heriberto García –testigo de su alternativa, recibida de Cagancho–, más le pesaba esta vez el rabo cobrado por Antonio Márquez. No iba Carmelo, mexicano hasta las cachas, a dejarse pisotear en su propia tierra por un torero español. Y dejó el burladero dispuesto a todo.
La cogida. Rescatemos el vívido relato de Armando de María y Campos: “En sexto lugar salió “Michín”, retinto albardado, hondo, bien armado y bajo de agujas. El primer capotazo se lo da Rolleri y se revuelve rápido. Toma el olivo el peón y Carmelo (corinto y oro), en el tercio de capotes, le da un primer mantazo por bajo, por el derecho, “Michín” se revuelve violento en el preciso instante en que Carmelo se estira para pasárselo en uno de sus parones escalofriantes. Pero el toro se le viene tan vencido que lo encuentra en su viaje y lo empunta por los machos de la taleguilla. Y se produce la cogida más espantosa y larga, más horrible y dramática, más emocionante y absurda que hemos visto y que se recuerde. No menos de un minuto estuvo Carmelo en los pitones de “Michín”, que ya lo cogía por un muslo y lo soltaba, y rápidamente, brutalmente codicioso, lo enganchaba por la espalda, se lo pasaba de un pitón a otro, lo volvía a coger por los riñones, lo pisoteaba y arrastraba teniéndolo enganchado y azotándolo como trágico pelele. Márquez, colgado del rabo, no lograba que el toro soltara su presa, y cien capotes no podían distraer a “Michín”, que estaba asesinando al pobre torero. Una emoción intensísima palpitaba la plaza cuando Carmelo quedó en la arena, hecho un guiñapo humano, chorreando sangre de varios sitios, medio desnudo, porque un pedazo de taleguilla quedó en la arena, y una hombrera, y una zapatilla… ¡Está muerto!… ¡Lo ha matado!… decíamos todos, mientras compañeros y asistentes se llevaban el fardo trágico del torero ensangrentado… Nadie atendió ya lo que pasaba en el ruedo. Cumplió en varas ”Michín”… el tercio de banderillas, a cargo de Rolleri y Chencho, pasó como un relámpago. Y Márquez, sin brindar, hizo una faena breve y torera, casi toda por delante, logrando que el asesino “Michín” le obedeciera como inofensivo corderillo. Mató de dos pinchazos buenos y una corta que el público no se detiene a ovacionar porque materialmente se arroja hacia las salidas para saber qué es lo que tiene Carmelo.” (El Eco Taurino, 21 de noviembre de 1929).
Breve coda de José Alameda: “Antonio Márquez, el gran torero madrileño, a quien le tocó matar al toro que había matado a Carmelo –aunque la muerte de éste sobreviniera meses después- me lo contó un día, con emoción que no habían mitigado los años: “Pudimos al fin hacerle el quite, que buen trabajo nos costó a todos; di el primer capotazo después de la cogida y me quedé sorprendido de la fiereza con que acometió el toro. Nunca he visto un animal tan fiero ni una cogida tan impresionante. El toreo es duro muchas veces, pero pocas lo sentí y lo vi más duro que aquella tarde, en la vieja plaza El Toreo de México…” (Alameda, José. Los heterodoxos del toreo. Grijalbo, México, 1979. p. 99).
Parte facultativo. Da cuenta de seis heridas, dos de ellas muy graves:
“Primera: Herida por cuerno de toro de 25 centímetros situada en el tercio medio e inferior de la cara interna del muslo izquierdo, interesando todas las partes blandas y faltando sólo la piel para salir por la cara externa; descubrió las venas femorales y desgarró el nervio crural, destruyendo grandes porciones musculares.
Segunda: Herida causada por cuerno de toro en el hemitórax derecho, a la altura del noveno espacio intercostal, de nueve centímetros de extensión”. El parte menciona otras cuatro cornadas y detalla la curación practicada en la enfermería. “Pronóstico: El conjunto de dichas lesiones pone en peligro la vida del diestro.” Firmado por los doctores Xavier Ibarra y José Rojo de la Vega.
Será la segunda, la del costado, la herida que finalmente segará la joven vida de Armando Pérez Gutiérrez (Texcoco, 01.07.1908/ Madrid, 18.10.1931), Carmelo Pérez en los carteles.
Aportación y grandeza. Al contrario de los ases de la edad de oro mexicana –los Armilla, Garza, Balderas, Solórzano, El Soldado…- y no se diga los posteriores, del toreo de Carmelo no existen constancias fílmicas sino solamente fotográficas; en todas pasan los toros a una distancia inverosímil de su cuerpo, pero el toreo es un arte en movimiento, y en cuanto al temple carmelita y sus remates y su modo de ligar, nos quedamos en ascuas. Sabemos que el ganadero de San Mateo, Antonio Llaguno González, que fue un gran impulsor de la clase y el son en toros y toreros, tuvo siempre su torero de referencia, sucesivamente Gaona, Chicuelo, Garza, Luis Castro, dueños todos del secreto del temple; en esa línea solamente prescindió de Silverio Pérez debido a su cercanía con Fermín Armilla, visto por el señor Llaguno como enemigo a vencer. Pues bien, Carmelo también figuró, aunque fugazmente, en su corta lista de privilegiados.
Tres legados: técnico, estético y emocional. Al respecto, reproduzco lo que Paco Malgesto, apoyándose en una crónica de Carlos Quirós “Monosabio”, escribió sobre Carmelo: “Cinco pases naturales de tal temple, de tal suavidad y de tal longitud como no se habían visto nunca en México; y allí estaba, testigo asombrado y mudo de la escena, el torero que antes que Carmelo mejor y más bellamente había toreado al natural ante los ojos de la afición mexicana: Manuel Jiménez “Chicuelo”. Estaba viendo derribarse, al soplo de la inspiración maravillosa del torero de Texcoco, el monumento que eran en la memoria de los aficionados sus faenas a “Dentista” y “Lapicero” de San Mateo…” (Cantú, Guillermo H. Silverio o la sensualidad en el toreo. Edit. Diana. México, 1987, p. 191).
Este relato corresponde a la faena de Carmelo a “Viñero” de Zacatepec (11.01.31), un año después de la cornada de “Michín”, con el pulmón derecho colapsado, asfixiándose al torear y ya con la muerte en el cuerpo. Mientras ésta llegaba, inexorable, otra clase de legado suyo se fraguaba. Tenía nombre, apellido y un futuro esplendoroso: Silverio Pérez.
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