Estimado Víctor,
Te remito la presente para contarte el extraordinario fin de semana que he pasado recorriendo las tierras taurinas de Ciudad Real y Jaén.
Tenía previsto asistir al festejo a celebrar en la capital del olivar, que tradicionalmente cierra la temporada en España; llevaba años intentado acudir para visitar la plaza, pero por unos motivos u otros no había sido posible. En esta ocasión, el cartel invitaba al optimismo, así que hasta allí me desplacé.
En el recorrido quería detenerme en Almagro para poder ver la plaza que Cagancho puso en el mapa en 1927, con su famosa y desdichada tarde. En esta población tienen la enorme suerte de contar con un gran aficionado, Iluminado Ureña, que amablemente me estaba esperando en la peña Curro Romero, sita en el propio coso, para franquearme el acceso. Existen plazas que son complicadas de ver, ya que cuando contactas con el ayuntamiento el mensaje es el mismo: «está cerrada, venga en días de festejo», pero esto no ocurre en Almagro ya que Iluminado se ofrece encantado de mostrar esta joya, para disfrute del visitante y de los almagreños, que siempre se benefician del posible gasto del que hasta allí se desplaza.
El palenque data de 1845 y es una verdadera delicia; la piedra de las localidades bajas es la original y la estructura nos retrotrae al siglo decimonónico. ¡Qué maravilla!
Una vez reemprendido el camino, al pasar por el Viso del Marqués, recordé haber leído hacía poco sobre la existencia de una placita en la ermita de San Andrés, monumento levantado por los monjes templarios. Siguiendo la ruta que indicaba el navegador, encontré a los pies de Sierra Morena el indicativo del lugar. Tras abrir una cancela y pasar por un camino no asfaltado, entre cochinos bien cebados, llegué al santuario. Aunque la puerta estaba cerrada, desde las ventanas pude apreciar perfectamente el patio en cuyas esquinas hay unos inconfundibles burladeros. Desconozco si en la actualidad se celebra algún tipo de festejo, pero el marco es incomparable.
Eran ya las dos de la tarde por lo que con cierta premura me dirigí a Jaén, distante apenas cien kilómetros. Me dio tiempo a comer algo rápido para encaminarme hacia el coso, con media hora, tiempo que juzgué suficiente.
Conforme me estaba acercando observé una plaza relativamente moderna, nada que ver con los vetustos y singulares palenques que había visitado. En esta ocasión no tuve la oportunidad de darme la habitual vuelta para disfrutar de la estructura arquitectónica, ya que comprobé que una larga, larguísima cantidad de personas hacían cola para acceder a su interior. El riesgo era perderme el primer toro, ¡pero toreaba Morante!, y como no lo viera, Eloy Anzola no me lo perdonaría. Me senté en mi localidad con el tiempo justo para que sonaran los clarines y timbales que daban inicio al festejo.
Sobre lo ocurrido en el ruedo no quiero explayarme; seguro que lo estarías viendo por televisión y lo que pueda yo opinar no vale nada frente a tu acreditado y sabio parecer. Simplemente unos retazos.
Morante de la Puebla cuenta con muchos partidarios, lo que es muy lógico dado su arte. Lleva un año en el que ha tenido algunas tardes grises y muchas tardes notables. Doy fe de las primeras, como lo ocurrido en el Puerto, y de las segundas, como su última actuación en Las Ventas. Querido Víctor, de esto del toreo tú sabes mucho y te quería preguntar sobre algo que he pensado y que con Morante creo confirmar. Dado que has conocido a tantos toreros no sé si te has encontrado alguno que tenga un doble. ¿Un doble, me preguntas?, sí, sí un doble, un sosias, un tipo que se le parezca mucho a él. Intuyo que Morante lo tiene. Ignoro su nombre, no obstante, voy a intentar enterarme. Estoy convencido que algunas tardes el de la Puebla le dice en el hotel a Pedro —desconozco si se llama así su copia pero no me extrañaría—, «venga Pedro, que hoy no me encuentro con ganas, vístete tú y ya sabes…» Así de esta forma, del cuarto sale Pedro, nadie lo sabe, ni su cuadrilla, sin embargo el que sale es Pedro, no José Antonio, y luego, en el ruedo, pasa lo que pasa. Estoy seguro que en el Puerto hizo el paseíllo Pedro. En Las Ventas, no, y aquí tampoco, en ambas ocasiones salió José Antonio, que cuando se viste de luces lo hace con ganas y gran ánimo.
La plaza estaba entregada, en contadas tardes he visto a una afición tan entregada, tendría que pensar en la que peregrina tras José Tomás. La totalidad de espectadores mostraba deseos de jalear desde los primeros compases, incluso los de tanteo. Tenía a mi lado a un joven de diez o doce años acompañado por su padre y el chaval lo ensalzaba todo, «bravo maestro», «ole, ole y ole», «bien Morante», aunque el lance saliera embarullado, la muleta punteada y el estoque caído, tanto el chaval, como la plaza, no paraban de gritar. El joven gritaba y el padre callaba. Personalmente me gustó Morante en su primero y también en el segundo, creo que estuvo muy bien, faena muletera lucida, muy variada, con florituras y pases variados, pero tanto, tanto, como fue jaleado, no lo sé.
Por otro lado, me sorprendió mucho volver a ver lo que ya ocurrió en el Puerto; sale un toro, que no se cae, no es inválido y como parece que no se va a prestar al lucimiento del maestro, pues se pide una devolución antirreglamentaria. En el Puerto sucedió con un manso y aquí con un torito de trapío muy muy justo, que no llegaba a los 450 hilos. El toro había pasado el preceptivo reconocimiento veterinario, pero el público, al ver la tabla anunciadora del peso, ya lo empezó a protestar. Luego, como no mostraba alegría, arreciaron las protestas y echaron un sobrero de Sancho Dávila, de romana similar, también protestado. Delante de mí, un espectador de los que peinan canas, pedía vehementemente la devolución del animal y ese mismo señor era el que gritaba al final de la faena a Morante, ¡no lo mates!, ¡indúltalo!
El joven de mi lado, antes de perfilarse el maestro para la suerte suprema ya estaba pidiendo el rabo. Tras la estocada, aunque la espada no quedara arriba, la plaza se volvió un frenesí, mi vecino de localidad gritaba a pleno pulmón «¡el rabo, el rabo!». El presidente sacó los dos pañuelos blancos a la vez y, a continuación, el azul que premiaba al toro con la vuelta al ruedo. Si la madre naturaleza le hubiera dotado de tres manos, los tres pañuelos hubiera sacado a la vez.
Ya arrastrado el toro por las mulillas, mi joven vecino de localidad seguía gritando «¡Presidente, el rabo, el rabo!», mientras su padre permanecía en silencio.
De Emilio de Justo se esperaba mucho tras la última tarde en Las Ventas; el público enloqueció con su segundo y la faena llegó a los tendidos. Ya sabes que soy bastante crítico, por lo que sin pretender restarle méritos —siempre merecidos para el que se pone delante de los pitones— tuve la sensación que fue el toro, manso y huidizo, quien toreo al matador, llevándole por donde el animal quería. Mando vi muy poco. Mató mal lo que impidió que el público, jaranero y dadivoso, pidiera los trofeos.
Sobre Juan Ortega, decirte que me encantó su inicio de faena con el primero de su lote, la verónica que le dio se vio hasta en Méjico, como así me lo hizo saber esa buena aficionada y amiga común que es Fernanda de Haro. No sé si en el momento en el que estoy escribiendo estas líneas habrá terminado de rematarla…
Sobre el ganado, ya lo viste, una calamidad.
Salí de la plaza y de fondo seguía escuchando al joven aficionado que vio el festejo a mi lado agitando su blanco pañuelo y gritando «¡Presidente, el rabo, el rabo!».
Verás que el día fue intenso, pero lo mejor del fin de semana estaba por llegar. El caso es que como ya sabes, no me gusta conducir de noche, y la pereza de volver a recorrer otros trescientos treinta kilómetros no era plato de buen gusto. Previendo esta circunstancia, el día anterior había reservado alojamiento en un hotel. Como Jaén estaba en fiestas, preferí hospedarme en otra población cercana y qué mejor que hacerlo en Linares.
Si uno va a Linares y tiene que pasar noche, el lugar escogido no puede ser otro que el Hotel Cervantes, próximo a la plaza y en el que, como conoces perfectamente, Manolete pernoctó antes de su desdichada cornada fatal.
Por ello, al salir de la plaza, tomé algo rápido y me dirigí a Linares, que curiosamente también estaba de jolgorio, celebrando las fiestas Ibero-Romanas de Cástulo, por lo que muchas personas iban ataviadas con vestiduras de la época romana.
Mi habitación era pequeñita, limpia y aunque muy silenciosa, no dormí bien; pensar que estaba durmiendo en el mismo lugar en el que Manolete pasó su última noche, me impidió conciliar el sueño.
A la mañana siguiente llegó el momento esperado. Todas las emociones del día anterior podían quedar en agua de borrajas si conseguía visitar la habitación 42, la famosa habitación 42. Cuando me dirigí a recepción la señorita que atendía me informó que la habitación estaba ocupada y que los clientes debían desalojarla primero y luego la tenían que adecentar antes de que pudiera acceder, si es que ello resultara posible... Le rogué, le supliqué, no se si le lloré —no me extrañaría— que me permitiera hacer la visita, que esperaría lo necesario.
Como tenía que aguardar, aproveché para acudir a la misa dominical y, no sé si es una irreverencia lo que te voy a confesar, pero además de salud para los míos, también rogué que los huéspedes de la habitación no decidieran prolongar su estancia en Linares un día más. A la salida de la iglesia me di una vuelta por la plaza, que es una delicia, con el busto de Manolete en los jardines colindantes, el gran toro que corona las escaleras de acceso y las efigies de los Marqueses de Linares que erigieron el hospital en el que falleció el cordobés y que según cuenta la tradición, eran hermanos de padre, hecho que descubrieron una vez contraídas nupcias.
Pasaron los minutos y, nerviosito perdido, me dirigí nuevamente al hotel. La amable señorita de recepción me confirmó que la habitación quedaba disponible y que la podría visitar en media hora, una vez la adecentaran. ¡Qué alegría!, fíjate que gozo sentí que me acerqué a la pastelería Auxiliadora, establecimiento próximo al hotel, para comprarle unos pastelitos a la amable trabajadora del Cervantes.
La habitación se encuentra en la primera planta, en un pequeño recibidor de acceso compartido por otras habitaciones. La escalera que sube, la decoración, todo me recordó a los hoteles antiguos, con encanto. Creerás que todavía tienen las típicas cabinas de «Teléfonos» testimonio de los establecimientos de otra época.
Como es práctica habitual, las habitaciones están numeradas siguiendo la correlación que asigna a la primera centena las del primer piso, la segunda a las de siguiente piso y así correlativamente; sin embargo en el primer piso, el principal, una de ellas no respeta dicha numeración y es la que está identificada con el guarismo «42». La trabajadora que me acompañó, muy amable, me indicó que podía hacer las fotos que estimara oportuno. Los instantes antes de entrar en el cuarto fueron muy intensos…
Al abrir la puerta el alma se me encogió. No te lo vas a creer, Víctor, pero allí estaba el maestro. Camará, inclinado, le ataba los machos de la taleguilla rosa pálido. No hicieron ningún gesto, ni yo quise interrumpir ese momento. Me pareció de mala educación molestarles en unas circunstancias tan ceremoniosas. Sólo fui capaz de decir «Maestro, ¿le importa que le haga una foto?», es lo único que alcancé a balbucear. Él me miró y asintió con la cabeza; no dijo nada, simplemente me miró y ceremoniosamente mostró su aquiescencia. Saqué como pude mi cámara, con manos temblorosas, y apreté el disparador. Consciente de que no era el momento para preguntas o autógrafos, salí del cuarto con un simple «suerte», a lo cual él me volvió a regalar un gesto de asentimiento.
Te envío una foto de la habitación; no te lo vas a creer pero al descargarla en el ordenador, allí no estaban ni Manolete ni Camará. ¡No estaban!. Dudarás de lo que te digo, pero te aseguro que cuando yo entré, estaban ambos. ¡Te lo garantizo!
Abrazos, amigo Víctor
JUAN SALAZAR
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