miércoles, 4 de agosto de 2021

EN EL RECUERDO Por José Carlos Arévalo (*) del libro GARFIAS, EL TORO DE MÉXICO




A la mansedumbre de un toro de lidia se la llama mansurronería. Con acierto, porque el manso de raza brava también agrede. Y cuando esa mansedumbre, o mansurronería, es menos homogénea, más intermitente, el buen aficionado la moteja de bravuconería, también con acierto porque suele ser muy agresiva. 


Los infinitos matices de la bravura descubren el conocimiento del aficionado. Por ejemplo, muchos identifican agresividad y bravura. Confunden el genio, que es la agresividad defensiva del mansurrón, con la casta, que es la agresividad ofensiva del bravo. La bravura es el valor del toro, que por valiente suele ser pronto y fijo –por valiente, por entregado- ante el engaño que lo reta. Mientras que el mansurrón duda, tardea, piensa y cuando ataca, reprime su embestida, la sustituye por el derrote–por acobardado, por renuente-. 


Por supuesto, estos dos antagónicos comportamientos también se ven modulados por otros condicionantes, el diferente depósito de fuerza de cada toro, su estado físico después del viaje a la plaza y, muy decisivo, las manos del torero que lo lidia. Así, hay toros de pastueña bravura –por genética o por deficiente manejo- y toros de bravura encendida –por genética o por buen manejo-. 


A lo largo de los muchos inviernos que pasé en México, me llamaron la atención por su bravura encendida tres toros. Un berrendo salpicado de Torrecilla, que lidió El Conde en un jueves taurino, una corrida completa de Piedras Negras y, sobre todo, un negro zaíno de Javier Garfias, al que Eugenio de Mora le cuajó una gran faena. 


¿Cómo fue aquel toro de Garfias? Por fuera cumplía los requisitos exigidos por el trapío: su presencia imponía. Su mirada era profunda y tenía cara de “hombre”. No era grande ni chico, estaba rematado pero no acochinado. De cuello descolgado, fuerte culata, con suave morrillo, astifino y armónico de defensas, era fibroso y fino de cabos. Por dentro, lo que yo llamo trapío interior, fue más imponente. Nunca se movió con indolencia, siempre embistió. Lo hizo con la agresividad ofensiva del bravo. Con seriedad y fijeza –nobleza-, con la prontitud del valiente y la fiereza del fuerte. Mas para esta agresiva condición está hecho el toreo. Pues solo al toro que embiste se le puede templar. Y así lo hizo Eugenio de Mora, alozanado en el trazo, pues sus muletazos abarcaban de cabo a rabo toda la embestida del toro, toda su bravura. La competencia entre toreo y toro fue intensa. El aficionado no sabía si fijarse en la embestida o embelesarse con el toreo. Aquel bravísimo toro, cuyo nombre no recuerdo, embistió con el mismo brío, humillación y largo recorrido desde que salió al ruedo hasta que Eugenio lo estoqueó. Fue el toro más bravo que he visto en la Plaza México. No sé si ha pasado a la historia de la bravura de ese gran coso. Me temo que no. A los chilangos les priva más el toreo que la bravura. Para mi fue el perfecto equilibrio entre trapío y bravura, casta y nobleza, fiereza y nobleza. Fue el toro con el que los toreros no quieren encontrarse todas las tardes, pero sí en sus citas decisivas. Fue el toro que los ganaderos sueñan y que don Javier tuvo la satisfación de lidiar.


José Carlos Arévalo (*) José Carlos Arévalo como aficionado ha sido muy importante por su opinión precisa y de fundamento de larga data, ha sido director y fundador de revista y  escritor de libros, destacando  “El secreto de Armillita”, una tauromaquia incomprendida, a pesar de que el diestro de Saltillo  sea una figura histórica del toreo.

José Carlos figura en el cartel de este capítulo porque ha sido él mismo y es, una figura de los toros; “La Tauromaquia en tela de juicio”, expone los fundamentos para defender más de tres mil años de Tauromaquia, con muy claros argumentos y el propósito de informar a la UNESCO.





No hay comentarios:

Publicar un comentario