Crecí en el toreo con su generación, al compás de una frase reiterada: ‘si éste quisiera…’. Éste no era otro que José María Dolls Abellán. Manzanares. Mi criterio escaso y mi visión del toreo como aventura de héroes, hacían que aceptara esa sentencia, que con el tiempo, comprobé que sólo era una frase mercantil con la que se cuantifica el éxito de un torero. Ahora, cuando mi visión del toreo se ha hecho aún más escasa y sobre todo, más aventurera, es cuando tengo la convicción de todo lo contrario. Manzanares fue, exactamente, lo que quiso ser. Y, en todo caso, fue lo que le indicaron que fuera esos genios invisibles que envenenan el alma a un elegido para hacer de ellos un torero de toreros. Manzanares fue lo que el duende que habita a un torero le dice que sea. Lo demás, vulgar contaduría de cuentas corrientes.
Pero aún ahora, Manzanares está encadenado a esa frase casi apocalíptica: ‘si hubiera querido…’. Es Sísifo subiendo la piedra para que baje una y otra vez. Subir a la gloria para matizarla, rebajarla, dudar de ella. Escuchar esta especie de relato fiscal de Manzanares, cincuenta años después de su alternativa, provoca una perplejidad negativa: a ver si lo que sucede es que Manzanares es un perfecto desconocido. Porque toda la dotación natural e innata, todo el genio talentoso torero de Manzanares, desde un cuerpo perfecto para hacer el toreo hasta un alma perfectamente atormentada para decir el toreo, estaban alineados para ser justamente lo que fue. Si es otra cosa, jamás habría sido Manzanares.
‘Manzanares es ese hombre encadenado a un torero genial que liberó a tantos hombres de vivir encadenados al torero que eran. Se echó a la espalda toda la leyenda de empaque y bohemia que necesita el torero para ser novela’
Manzanares es ese a quien el toreo necesita llevarlo consigo siempre para alimentar cada día el hambre de la leyenda sobre los toreros. Esos seres indomables, imprevisibles, seductores, débiles en su máxima valentía, elegantes innatos, de inabarcable pasión, amigos de todos y enemigos de sí mismo. Manzanares es ese hombre encadenado a un torero genial que liberó a tantos hombres de vivir encadenados al torero que eran. Se echó a la espalda toda la leyenda de empaque y bohemia que necesita el torero para ser novela. Un héroe por la noche de los flamencos, una melodía de seducción, el eco de un compás que se escuchó en esa noche que dicen que estaba. Un crédito ilimitado para el arte. Un conflicto innato para con su orden.
Un caos sin necesidad de tormenta y una tormenta entre pecho y espalda, que nunca permitía que las hojas del calendario las arrancaran otros. Una insatisfacción del tamaño de su genio, una rebeldía contra nadie que no sea uno mismo. Un duende alborotando siempre dentro del cuerpo. Una sonrisa que es todo y una voz grave como recién salida de la espesura del edén: un imán. El centro de los deseos. Quiten eso al toreo y al toreo le falta eso que se llama leyenda, que transciende, que se cuenta como se cuentan los cuentos de hadas, que se canta, que se recuerda. Todo el aliento que le faltó fue porque se lo dio al toreo. Pocos mandan hoy, y mañana y ayer, un parte facultativo camino de Bilbao porque en Málaga había que celebrar los doce o quince pases cumbres. Eso sí que es mandar.
Como cada torero de éxito, Manzanares declaró en su día lo que ambicionaba de joven: marcar una época en el toreo. Ni él mismo sabía lo que el destino le tenía marcado: ser uno de esos rastros que el toreo tiene para que, cuando pierde el rumbo, el sitio, cuando anda dubitativo o sin encaje en lo distinguido, pueda regresar a su lugar de grandeza.
‘Posiblemente ni Manzanares fue consciente de qué duende o brujas o magos, le habían elegido para llevar la hacia adelante la distinción de la seducción del toreo. Un honor y, al mismo tiempo, una condena. Un talentoso dotado de un cuerpo parido para un vestido de luces y de un alma rebosante de talento para torear’
Posiblemente ni Manzanares fue consciente de qué duende o brujas o magos, le habían elegido para llevar la hacia adelante la distinción de la seducción del toreo. Un honor y, al mismo tiempo, una condena. Un talentoso dotado de un cuerpo parido para un vestido de luces y de un alma rebosante de talento para torear. Todo genio devora al hombre que lo porta y soporta. Y mientras Manzanares surtía al toreo de una torería innata, nada sutil, sino brutalmente natural, los que esperaban que se dedicara a mandar en el toreo no vieron su reinado. El del tormento de un artista que vivió abrazado a su arte, saciado y hambriento de su arte, generoso con su arte y, por qué no, renegando a veces de un arte que encadenaba al hombre.
‘Si hubiera querido’. ‘Si hubiera querido…’ ¿Qué? ¿Quién? ¿Qué cosa? Si Manzanares se hubiera aplicado esa sentencia que nace de una idea errada sobre “mandar” en el toreo, lo único que hubiera pasado es que Manzanares no habría existido. Una fiera de su genio, no cabe en ninguna jaula y no hay más jaula que meter en la manga del paradigma del éxito un mando que consiste en cobrar más, basar el sí y el no en el poder, y hacer de cada cartel y cada lote de toros anunciado un algo que necesite su firma. Eso no fue Manzanares. Pero ¿quién dijo que alguna vez deseó ser eso? ¿Quién dice que el arte o el genio busca eso? ¿Quién dice que el toreo tiene esa finalidad como cumbre del ser?.
La forma más práctica de narrar el éxito en el toreo, es contando fincas. Tantas tienes, tanto fuiste. Mandar en el toreo se cuenta en fincas. De tal forma que una fiscalización o contaduría de patrimonio pretende ser el único aval para el recuerdo, para la huella, para lo que jamás se olvida o para lo que sucedió para siempre. Es una forma de verlo, que, en humilde pero convencida opinión, es una ecuación de acémila. Transcender no es un verbo que se encuentre en las cuentas bancarias. Y sólo han transcendido en el toreo aquellos que se hicieron, de alguna forma, inmortales. Porque nadie se muere si aún se pronuncia su nombre.
Tardará tiempo en nacer entre nosotros y los que vayan a venir, uno que provoque esta frase tan usada como utilitaria. ‘Si hubiera querido’. Pienso en Gallito, en Belmonte, en Manolete, en tantos escaso casos, nunca fueron lo ellos quisieron ser. Porque el toreo eligió su cuerpo, su ADN, su alma, su intuición, su salvajismo innato, para meter en su cuerpo ese algo que ocupa, llena, y hace del hombre un encadenado al arte más magnífico.
Un día me atreví a comentárselo. Terminado un tentadero, al lado de un cigarrillo rubio. Estaba comenzando su carrera Jose Mari hijo, al que se le está poniendo la voz en tono y contenido como recién salida del padre. Hizo un gesto como chistando los labios en medio de una sonrisa y le pegó una calada al tabaco. No hagas mucho caso de eso. Y no dijo más ni yo perdí más tiempo. Hoy tengo la fe mejor y más situada que nunca en la aventura del toreo. La de la vida. La de la vida vivida a chorros. La otra no interesa. Vivir a borbotones para torear despacio o escribir despacio o pintar despacito. No sigo esprintar, digo vivir a puñados de todo. Y digo, también, que si Manzanares hubiera sido todo lo que los demás quisieron que fuera, yo no estaba escribiendo esto.
Tampoco habría sentido lo que sentí el día que, estando en México, me dieron la noticia de su muerte. En el hall del hotel de Guadalajara (Jalisco) se escuchó una brisa de silencio que tienen las orillas del Mediterráneo cuando están de luto. Busqué un ordenador y escribí El Gran Seductor. Y creo que la seducción es el arma más inimitable que el toreo ha de tener para seguir sofocando los fuegos de ira de un mundo que no nos comprende porque nos pide ser como ellos desean que seamos. Dóciles, diurnos, predecibles, ordenados por localizados, sumisos, decentemente ortodoxos. Si no somos así, llega la frase metodológica. ‘Si éste hubiera querido…’.
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