Nada más termina de hablar el conferencista oficial, en la parte de preguntas y respuestas, empiezan las que el filósofo Tomás Melendo llama “conferencias alternas”, es decir, las no programadas y que endosan algunos asistentes. Son espontáneos que se tiran al ruedo y, sin pizca de pudor, acaparan el micrófono con su larga y docta perorata. Al intervenir de manera tan valiosa, comunican a los sufridos asistentes que en sus investigaciones han dado con cosas no mencionadas ahí; completan la información que el autor de la charla no ha tenido el cuidado de incluir, como si en una hora y media se pudiera agotar un tema y le enmiendan la plana. Al punto, siempre comienzan felicitando al autor de la charla, que van a dejar como el traje de un novillero que se presenta en Las Ventas.
Los conferencistas alternos cuentan sus interesantísimos andares por los vericuetos del tema tratado en la plática oficial. Otras veces, relatan alguna anécdota personal que enriquece la vida de los escuchas y sin el menor rebozo, opinan de todo. Por eso, el que esto escribe, si puede, emprende la graciosa huida de la sala, sea presencial o virtual, en cuanto le ceden la palabra al público y así, se ahorra la pena ajena y los daños colaterales.
El otro día, al término de una muy interesante conferencia vía electrónica dictada por el doctor Rafael Vázquez Bayod, un asistente agradeció al jefe de los servicios médicos de la Plaza México, el que debido a su técnica, en este país no se mueran los toreros cornados y que en España, sí se van al otro mundo.
Sin poner en duda la pericia, habilidad y sapiencia del doctor Vázquez Bayod, que es una eminencia por los cuatro costados, yo diría que además de su técnica de estabilización del cornado desde el ruedo, la diferencia de que en la península haya más heridos por cuerno y por tanto, más muertes, estriba, sobre todo, en la catadura de los toros que se juegan allá y en la edad de los mismos.
Es que los toros con edad, al pasar de las cuatro o cinco yerbas, han aprendido a utilizar el armamento y dan cornadas, que de verlas se te hace un vacío en la tripa y te quedas temblando. Si no, miren ustedes, durante la feria de San Isidro alternativa que se está llevando a cabo en la plaza de Vistalegre, Madrid, en unas cuantas corridas ya ha habido dos matadores y un banderillero que han salido con tabacos de espérame tantito.
El asunto es simple, la honradez y la lealtad con el toro se paga con sangre. Esa es la grandeza del toreo. El coleta y su colaborador vacuno se miran las caras en el centro del ruedo. El valor de uno, frente a la bravura del otro y los dos solos con sus soledades. Las cosas como están mandadas: el toro de cuatro años, mínimo, con la leña completa y que sea lo que Dios quiera. Hacerlo de este modo implica muchas rajaduras en la piel, levantarse del suelo con toda dignidad y sucio de arena, e impasible no revisarse ni la ropa que se está entintando, como dice el mismo doctor Vázquez Bayod, de color escarlata y oro.
Un toro salta a la arena para acometer impulsado por su casta y por su fuerza, mientras más bravo sea, será mejor la lección de vida que estará dando. El que los toreros salgan heridos o mueran es necesario para la propia fiesta, porque es el testimonio que valida un ritual atávico que debe fundarse en la verdad. Ese riesgo justifica la muerte del animal. La ciencia del doctor Vázquez Bayod ha salvado la vida de muchos toreros, entre otros, de Juan Pablo Llaguno y de Mauricio Martínez Kingston, sin embargo, las cosas hay que decirlas como son, al otro lado del Atlántico, tendría mucho más trabajo.
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