viernes, 2 de abril de 2021

AQUÍ MURIÓ EL TOREO Por Álvaro Benavides La Grecca.



En este sitio murió el toreo, me dijo mi padre en tono profético mientras me mostraba el cuadro que pintó de la arena en la que un miura de 495 kilos y de nombre Islero, corneó fatalmente a Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, Manolete, en 1947 en la plaza de toros de Linares –Jaén, Andalucía–. Ese viernes de agosto el torero había apenas superado la barrera de los 30 años. 



El cuadro es una versión libre del accidente, pues en esa fecha el pintor estaba en Caracas, donde nació en 1914 y donde vivió hasta su muerte, en diciembre de 2007. En ese momento comencé a tomar conciencia de lo que ese cordobés representó en la vida de Pablo Benavides, a quien debo, entre muchas otras cosas, el azaroso asunto de haber venido a este mundo y sobrevivir gracias a sus cuidados. Ha de haber sido en 1982 o 1983 cuando finalmente pudo visitar la plaza de toros de Linares y pararse en el sitio en que según él Islero corneó a Manolete. Desde entonces supe que eso que llamamos comúnmente la fiesta brava tenía para él un valor extraordinario. 

Una pasión que lo marcó desde quién sabe cuándo y por qué razón: fue taurino toda su vida, hasta en los largos años en los que pretendió alejarse de las plazas de toros, al punto de haber decretado su final en la plaza de toros de Jaén. (Mucho tiempo después reconoció que haber hecho aquella profecía fue uno de sus mayores errores, que luego de Manolete hubo otros toreros de mucha calidad. Dominguín fue uno de los grandes, me dijo en una ocasión). Los toros, los toreros, las plazas de toros, los paseíllos, las tribunas repletas de fanáticos, los caballos, llegaron a su vida de pintor desde que era muy joven. Vi jarrones, corbatas, carteles, ánforas, dibujos, cuadros, todo tipo de ilustraciones, en fin, inspiradas en motivos taurinos. 

En uno de sus cuadros tardíos hace un homenaje a Picasso, a quien ubica como espectador en una de las tribunas de una plaza de toros De mis recuerdos de niño registro sus frecuentes conversaciones con un caballero emblemático para mi, Musiú López –acaso emparentado contigo–, uno de sus amigos de siempre, con quien compartía aquella pasión desmedida, en las que ambos recordaban detalles de las corridas de toros que habían visto tiempo atrás en el Nuevo Circo de Caracas y en la plaza de toros de Maracay. Casi siempre se incorporaban de sus asientos para emular las figuras que con la muleta, el capote, las banderillas o la espada habían protagonizado los toreros de la tarde. Resiento el que nunca me haya llevado a esas plazas porque para él, como ya he dicho, con la muerte de Manolete había terminado el toreo. 

Uno de mis sueños infantiles –sin duda producto de sus conversaciones de domingo por la tarde con Musiú López y con otro contertulio de espigada figura, Enrique Rivas– ocurría conmigo en traje de luces, aunque es muy extraño y sin duda inexplicable, el hecho de que yo toreaba desde mi bicicleta. Por los años 80 del siglo pasado Guillermo Barrios y Enrique Siso organizaron en su galería del Parque Central de Caracas una exposición taurina en la que mostraron obras de varios artistas venezolanos –Guevara Moreno, Quintana Castillo, Régulo Pérez y Pablo Benavides, aunque pudo haber otros– dedicada a la fiesta brava. De esa exposición conservo una obra gráfica de papá que muestra un toro burriciego dispuesto a embestir a quien lo enfrente. 



Esa obra impone temeroso respeto. Junto con esa obra, que aparece detrás de mi padre, registro un par de cuadros al óleo, de pequeño formato, ambos dedicados a Manolete. En uno, el torero dedica uno de sus toros a los espectadores y en el otro lo vemos luego de la cornada que terminó con su vida en la plazatoros de Linares, pintado justamente en 1947.



 Va también un dibujo de Régulo Pérez. En el libro sobre su vida que publicó el editor Ernesto Armitano, Juan Calzadilla hace un trabajo analítico sobre la obra taurina de papá. De ese libro tomé las fotos que acompañan este texto.

 Recibe un fuerte abrazo. 

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