No exagero cuando digo que aunque no vivo de la tauromaquia, sí vivo gracias a ella. Tuve la suerte de nacer en el seno de una familia taurina, mi abuelo materno, aficionado práctico muy reconocido en el país, ganadero de lidia, encontró, gracias a los toros, a mi abuela. Resultando en una historia taurina, que formó una familia donde, tres generaciones más tarde sigue siendo la fiesta de los toros, la que une corazones.
Antes de adentrarnos en la historia, mi profundo agradecimiento a Gaceta Taurina, por el espacio para escribir de lo que más nos gusta: la tauromaquia. En un mundo donde queda cada vez menos lugar para la sensibilidad y más para las estadísticas.
Corría el año 1969, en Quito-Ecuador, la afición taurina estaba en su apogeo. Festivales de Aficionados Prácticos o Mixtos se anunciaban hasta 3 veces por semana en distintas localidades del país. Cada vez se construían más plazas de toros, Peñas Taurinas que florecían y se vislumbraban como la cuna de cada vez más toreros, ganaderos y aficionados.
En uno de estos festivales, mi abuelo se perfilaba como el triunfador de la tarde conocido por su valor y su destreza con el estoque. Sin embargo, ese 27 de septiembre, falló con la espada, perdiendo el trofeo y el premio: un pasaje a Paris. A pesar de esto, la suerte estuvo de su lado; el triunfador resultó ser el más joven de los aficionados actuantes, que fue al evento acompañado de su hermana mayor: mi abuela. Ese día de toros, nació el primer amor que marcaría el inicio de una descendencia taurina.
Algunos años más tarde, este matrimonio cocinado en la fiesta de los toros, tendría tres hijos: la mayor una mujer y luego, dos varones. Cuando crecieron, mi abuelo empezó a cambiar el traje corto por el de profesor, convirtiéndose en el referente y maestro de los jóvenes de la nueva generación que querían iniciarse el toreo aficionado. Uno de ellos, mi papá, que acudió a la casa de mis abuelos para aprender a torear y participar de su primer festival público.
Pronto se convirtió en uno más de la familia, amigo muy cercano que compartía en los tendidos y en la plaza, su gusto por la tauromaquia. Todo esto, mientras la hija mayor de la familia, también crecía....luego de algunos años, el amor fue inevitable y se casaron, formando la segunda generación de matrimonios taurinos.
Quien escribe, es la hija mayor de ese segundo matrimonio. No recuerdo la primera vez que vi un capote, hoy, entiendo la suerte que tuve. Crecí apasionada por la fiesta, ¡llegando al extremo de torear un festival con mi abuelo! Eso fue el 25 de septiembre de 2010 en el marco de la Feria del Aficionado Práctico en Ecuador, que merece un artículo entero por su labor en la conservación de la fiesta brava, sobre todo, en los más jóvenes.
El mismo año, la novedad en la III edición de la Feria, era la participación de toreros aficionados extranjeros: Irlanda y Perú. Uno de esos aficionados peruanos, proveniente también de una familia con tradición taurina de generaciones, se convertiría 10 años más tarde, en mi esposo. Reivindicando por tercera vez, que en esta familia la tauromaquia actúa como celestina.
Es muy difícil encontrar un espacio para contar historias como esta, en el marco de una sociedad que cada vez es más hipócrita. Donde los taurinos somos una especie en extinción, con cada vez menos libertades. La fiesta de los toros en el Ecuador, se ha visto seriamente cercenada a partir de una Consulta Popular realizada en el 2011 por la que se prohibió la muerte del toro en la plaza, a raíz de lo cual se suspendieron los festejos taurinos en varias ciudades del país.
Recientemente, se volvió a discutir el tema en la Corte Constitucional. Uno de los argumentos que se esgrimió a favor de la tauromaquia fue el derecho a la familia y tradición taurina. Uno, de los pilares en la continuidad de la fiesta brava, pero al mismo tiempo, tan abstracto para el entendimiento de aquellos al que el espíritu no les dio la sensibilidad y la suerte, para vivir esta fiesta.
Y es que, más allá de la libertad que todo ser humano se merece, los taurinos somos gente que ha sabido entender la vida en una tarde de toros. El apreciar, sin escandalizarse, verdades tan reales como la danza de la vida y la muerte sobre la arena; que, una veces roza el límite con el terror y otras, sobrepasa dimensiones para hacernos sentir, físicamente, con el alma...es , sin duda, un privilegio.
Los taurinos, que hemos visto a los mismos héroes, salir por la puerta de la enfermería y por la Puerta Grande, que sabemos cuánto vale un segundo y cuánto cuesta una decisión apresurada; somos personas que mvemos la vida de frente, y como viene, la encaramos, sintiendo vivamente cada minuto, abrazando la tristeza, el miedo y la alegría, fuerte, sin reservas.
Es triste, que en el mundo actual, vivir con el sentimiento que nos da la fiesta brava, no sea lo común. Somos como un vestido de color en una fotografía blanco y negro, los valientes, que entre la cómoda frialdad de ver la vida como una estantería de supermercado, elegimos entenderla como una granja al aire libre, con todos los peligros pero también la belleza, que eso implica.
Con esto, quiero dejar sentado que es casi imposible explicar lo que se siente ser taurino. Si alguien logra ponerlo en palabras, le agradecería me lo enseñe. Cómo explicarle al que no ve, los colores del atardecer? Y, Cómo explicarle al que no siente, una verónica de Curro?
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