domingo, 17 de enero de 2021

CELESTINO CORREA, EL INDIO GRANDE DE TUCUPIDO por Víctor José López EL VITO


CELESTINO CORREA, con Dámaso González de padrino  en la Monumental de Barcelona la tarde de su alterrnativa de matador de toros


Al mes de la tragedia de José Falcón en Barcelona, tomó la alternativa de matador de toros Celestino Correa en la Ciudad Condal de manos del albaceteño Dámaso González. Ceremonia vistosa y actuación destacada, el criollo cortó una oreja. 

Era el justo final de un brillante, y muy sacrificado, camino como novillero que tuvo momentos estelares, que llenaron de esperanza a la afición venezolana. 

Celestino Correa fue descubierto en Caracas en la temporada de 1969 en una novillada nocturna organizada por Víctor Lucena, la Temporada de los Jueves Taurinos. La afición se le entregó, encandilada por su capote luminoso y el periodista Rodolfo Serrada Reyes “Positivo” le alzó como “bandera”. Rodolfo movió cielo y tierra para ayudarle.

 Sus contactos con Jerónimo Pimentel le abrieron las puertas en la Santamaría de Bogotá. En la primera plaza de Colombia triunfó y salió a hombros la tarde de su debut. En la temporada venezolana, aunque había más oportunidades de las que ahora tienen los novilleros Celestino veía muy estrecho su futuro y  se fue a España. Las expresiones laudatorias de Serradas eran exageradas, no hay duda. Le comparaba con Rodolfo Gaona y le llamaba “El indio grande”, por ser Celestino natural de Tucupido. 


Meses de penuria pasó en España. Sufrió del frio inclemente y pasó hambre, hambre de verrdad hasta que un día se topó con Octavio Martínez “Nacional” que administraba la plaza de toros de Las Palmas en Gran Canaria. Martínez fue un personaje que dejó huella en el toreo. De ello no me cabe la menor duda. Grandulón, voluminoso, pesado en carnes, se movía cual peso pluma para lograr sus propósitos. Nadie jamás ha exaltado tanto las dotes, reales y supuestas de su torero como lo hacía Octavio con Celestino. En Madrid tenía un Mercedes Benz color verde perico encendido. Cruzaba de banda a banda la geografía española e igual estaba sentado en la mesa del despacho de Pedro Balañá hijo, como en un café con Manolo Chopera o en plena acera de La Gran Vía conversando con alguno de los hermanos Lozano.

 La temporada que hizo Celestino Correa como novillero fue importante por las plazas y las ganaderías que lidió y por los alternantes. 

Pocas veces un torero americano se había formado con tanta categoría y mimo como lo hizo Correa. 

Recuerdo cuando llegó a Venezuela, luego de la alternativa, cómo presumía de su colección de bellísimos vestidos de torear, sin estrenar, capotes de brega y muletas nuevas, completísimos juegos de estoques que hubiesen sido envidia de figuras del toreo. La espuerta y el fundón, repujados en finísimos cueros. Todo con categoría. Llegó Octavio con su poderdante al Caracas Hotel Hilton. Mucha grandeza alrededor del torero que recién había tomado la alternativa, y que tenía firmadas las ferias de Maracaibo y de Valencia. Impresionante el movimiento de prensa provocado en Caracas por el apoderado. A diario almorzaba en Cuchilleros, casa de los hermanos Juan y Pedro Campuzano, que era el sitio de la tertulia taurina caraqueña más importante. Concurrían apoderados, periodistas, empresarios y ganaderos a diario. Todos los días se hablaba de Correa. En la radio le dedicaban programas completos, aparecía en televisión y las páginas de los diarios hacía referencia a que “Correa sí torea”, el slogan que lanzó al mercado publicitario este grandulón de Almería, al que muchos detestaban porque, sinceramente, era atrevido para decir las cosas, agresivo en su sinceridad, pero al que yo, lo digo aquí, admiré y admiro en el recuerdo porque le sentí amigo y sincero. 

Octavio Martínez “Nacional” tuvo su estilo, y de su estilo, con aciertos y errores, convirtió a sus toreros –además llevó a Pedro González “El Venezolano” y a Paco Bautista–, en nombres importantes que fueron tomados en cuenta. 


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Celestino Correa toreó mano a mano con Palomo, una corrida de Garfias. Palomo cortó un rabo, en su mejor faena realizada en suelo venezolano. Un rabo que en nada valió para la habilidad de Octavio Martínez “Nacional”, quien peleó duramente con todos hasta conseguir que le otorgaran a Celestino Correa el premio de la feria, “El Rosario de oro de la Virgen de La Chiquinquirá”. Nadie lo creería: quitarle un  trofeo a los hermanos Lozano. Pues bien, eso lo hizo Octavio Martínez, el mismo que hizo figura a Celestino. Lo que ocurriría luego la historia lo narra, pero Correa se sentó en el trono, y si lo hizo mucho tuvo que ver su apoderado. 

Rafael Ponzo presentó su tarjeta de visita en Maracaibo, con lances cadenciosos y templadísimos muletazos. Fue un torero distinto, la otra cara de Correa, y el toreo se dividió en Venezuela o se era “poncista” o se militaba en el bando “correista”. Se vivió con inusitada pasión la fiesta de los toros.  Si Maracaibo fue de Celestino, Ponzo se adueñó de Valencia. Su tarde de presentación con toros de Chafik, Paco Camino y Paco Bautista fue memorable. A Rafael Ponzo le apoderaba un gran taurino, el donostiarra José María Recondo, quien le había preparado con conciencia para que fuera torero para el mundo. Sabía de las desigualdades temperamentales de Rafael y le había creado cierto halo de gitano. En su San Sebastián natal le había recluido con su hermano, para que en el matadero practicara a diario la suerte del descabello. Hizo una campaña de novillero con Paco Rodríguez, gracias a Antonio José Galán que fue socio del empresario malagueño, por las plazas de la Costa del Sol. De mozo de espadas llevó Ponzo en sus inicios de Gonzalo Sánchez Conde, “Gonzalito”, que a la vez era mozo de espadas y hombre de confianza de Curro Romero. 

Con “Gonzalito”, precisamente, se vivió una anécdota muy relevante en la plaza de Valencia. Era presidente de la Comisión Taurina el doctor Arnaldo Rincones, un aficionado a los toros que sentía gran gusto, y se lo daba, yendo todos los años a Sevilla, a la feria de Abril, y pregonando por todas partes su “currismo”. Ser partidario de Curro Romero ha sido una posición adquirida por un grueso sector de Sevilla, que va más allá de los propios confines del toreo. Se es “currista”, taurinamente hablando, en un sentido irracional, porque no hay que olvidar uno de esos aforismos populares, sabios como todo aquello decantado en el tiempo, que si a un torero se le mide en su grandeza por el mayor “número de toros que le quepan en la cabeza, a un buen aficionado también, por el mayor número de toreros que sea capaz de saber ver”. 

Ponzo, volviendo al caso, tuvo una buena actuación, y luego de una estocada fulminante, aunque defectuosa, el público enardecido porque el diapasón de su pasión había templado la cuerda del nacionalismo, le pidió con fuerza dos orejas. Rincones, aferrándose a la letra del libro jamás escrito de las formas del toreo, no otorgó ni una oreja. Hubo  tumulto en las gradas y la gente se tiró al ruedo, pues querían sacar al torero a hombros. En un descuido “Gonzalito”, con una afilada navaja que carga siempre para cortar los patanegras que trae para sus relaciones públicas, le cortó las dos orejas. Al doctor Rincones se le sube la sangre y ordena a la Guardia Nacional suspender la entrega de trofeos no ordenada por él y de la que el protagonista fue “Gonzalito”. Ya se imaginarán, el asunto rayó en el caos y al borde de una peligrosa alteración de orden público. 

Las aguas llegarían a su nivel, y Arnaldo Rincones y mi amigo  “Gonzalito”,  unidos en su devoción por Curro Romero transitarían en el camino de la amistad una buena parte del camino de sus vidas. 

Sin embargo Rafael Ponzo no fue capaz de capitalizar aquel caudal de emociones que tuvo frente a sí. 




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