Por Alcalino.
Cuando Manolo Martínez tomó la resolución de alejarse de la Plaza México –intricadas razones mediaron–, iba a convertir a la Santa María de Querétaro en el coso sucedáneo, capaz de convocar a lo más granado de la afición capitalina. Tres años duró tal ausencia, y cuando por fin retornó al coso máximo (13.03.77) no por ello se apartó de un hábito vuelto ya costumbre. A la distancia, es evidente que el momento estelar del lustro y medio en que los queretanos disfrutaron de ese privilegio llegaría con el fin de semana que nos ocupa –17 y 18 de diciembre de 1977—, durante la segunda temporada consecutiva de Paco Camino, el prodigioso artista sevillano. Camino no había vuelto a nuestro país desde 1964 y sin duda lo hizo por iniciativa del propio Martínez, empeñado en hacer de la Santa María escenario de lujo del toreo. Y de mantener en auge su propia carrera.
El cartel original del sábado 17 lo integraban, con Camino y Martínez, Eloy Cavazos y José Mari Manzanares con ocho toros de San Martín, pero tuvo algún impedimento el alicantino y hubo que sustituirlo por El Niño de la Capea, lo que no implicaba pérdida alguna. Al día siguiente, el de Sevilla y el de Monterrey sostendrían un mano a mano más, con una corrida de Javier Garfias armoniosa de hechuras y nada exagerada de peso y pitones, según correspondía a una plaza sin grandes exigencias en ese sentido. Sí las tenía bien aquilatadas, en cambio, para medir y catalogar el toreo, al grado de abroncar con dureza algunos otorgamientos de apéndices recientes que le costaron el puesto al anterior juez de plaza, removido por la autoridad y reemplazado por Salvador Maciel, cuya sobresaliente participación en el fin de semana de referencia sólo tuvo el lunar de un cambio de tercio algo precipitado que desoyó el picador Juan Carlos Contreras, a las órdenes de Manolo Martínez, por lo que fue multado; vale señalar que ese puyazo al cuarto toro de Garfias redundaría en beneficio de la asombrosa faena de muleta de Martínez a “Aviador”, cuya huidiza cobardía sólo había permitido leves refilonazos.
Sábado 17 de diciembre. De los ocho toros de San Martín para esta Corrida de Covadonga, que se dio a plaza llena, hubo cuando menos un astado propicio para cada matador, mejores los cuatro últimos que los cuatro primeros. El de Camino, que apenas y lo intentó con el flojo abreplaza, fue tal vez el toro de la corrida, un “Queretano” realmente precioso, que llegó alegre y pronto al tercio final. Desde los doblones iniciales hasta el soberbio volapié, el de Camas ofreció una breve cátedra del mejor y más artístico toreo, demasiado breve quizá para lo que el zaino de Chafik aún tenía dentro. De ahí que la petición fuera desoída por el palco, un acierto del juez Maciel, porque durante la ovacionada vuelta al ruedo no dejaron de escucharse algunos pitos, y voces de “toro… toro! en reproche al apresurado final de faena.
Eloy Cavazos, como sus alternantes, tuvo una buena tarde. Buena a secas, pues poco lució con el anovillado tercero –protestado por chico–, y inusualmente seria y muy torera faena al excelente “Asturiano” la cerró con un pinchazo y estocada entera; como en el caso de Camino, la petición no se juzgó suficiente desde el palco y todo quedó en vuelta al ruedo.
Un trasteo de mérito enorme fue el primero del Capea, pues el burriciego “Hidalguense” probaba mucho y al embestir tendía a arrollar y quedarse corto, lo que lejos de amilanar al salmantino dio lugar a una emocionante demostración de valor y ciencia por parte de Pedro, que terminó ligándole al incómodo bicho tandas de acentuado temple por ambos pitones. Tuvo que descabellar y sólo lo llamaron al tercio, mal comprendida por el pópulo tan notable lección de torerismo. Con el magnífico sexto, en cambio, la larga faena del Capea, buena sin más, registró ciertos altibajos. De nuevo tardó en matar y aún así lo ovacionaron.
Cátedra martinista. La tarde fue de Manolo, puestísimo con el toro, celoso de su sitio y en plena posesión de su arte más personal. Poco le importó la sosería de su primero, “Sevillano”, porque se centró enseguida con él y lo hizo repetir sobre una flámula movida con ritmo y temple pasmosos. Tres veces tuvo que descabellar y se negó a saludar la fortísima ovación. Nada, en cambio, enturbiaría su apoteosis con “Andaluz”, más toro y más emotivo; le bordó un quitazo por chicuelinas y una faena de dominio absoluto, cadencioso temple y absoluta redondez. El grito de “¡Torero!” resonaba a todo volumen cuando utilizó el acero y con media en lo alto hizo doblar al astado, cuyas oreja pasearía entre el júbilo general. Al final no había la menor duda: el trofeo Covadonga era suyo.
Domingo 18: Camino, “Navideño” y el éxtasis. En su Caracterización del espectador taurino, Fernando Savater postula la existencia de un lastre inevitable en el bagaje emocional de todo buen aficionado a toros: lo llamó La Faena Eterna, aquella que iluminó a modo de revelación su historia personal, esa faena contra la cual compara, aun sin querer, todo el toreo posterior que a tal taurófilo le sea dado presenciar; una especie de sentencia anticipada, capaz de convertirse en muro infranqueable para toda faena futura. La iluminación irrepetible que llevamos en lo profundo del sentimiento y la memoria.
No concuerdo del todo: el filósofo vascuence sitúa dicha faena eterna como el origen mismo de nuestra afición, y cuando asistí, maravillado, a la poética conjunción que se produjo entre Francisco Camino Sánchez y el toro “Navideño” de Javier Garfias –plaza Santa María de Querétaro, domingo 18 de diciembre de 1977, quinto del mano a mano entre el sevillano y Manolo Martínez, que también estuvo genial esa tarde—ya llevaba andado buen trecho como adicto a las corridas y lector voraz de todo lo concerniente al tema y, en consecuencia, guardaba en mi archivo mental cierta cantidad de toros, toreros y faenas que podía considerar inolvidables. Pero si la capacidad del toreo para suscitar dentro de mí sensaciones inefables no ha cesado, debo reconocer que ”Navideño” representa un más allá dentro de mis vivencias más entrañables, la representación del sueño mayor al que puedan haber aspirado mi mente y sentir de aficionado, la razón última para seguir yendo a las plazas y escribiendo de toros aun a sabiendas de que se trata de un gusto poco compartido en estos tiempos procelosos.
Martínez, doma y estética magistrales. “Aviador” fue el cuarto toro de un candente mano a mano cuyos protagonistas ya habían paseado una oreja cada cual por cada toro estoqueado, perfectamente ajustados los otorgamientos al rigor impuesto por un juez de plaza comprometido con el rescate de la seriedad del coso queretano. Abanto y huidizo de salida fue el cárdeno de Garfias, y tan manso que en el primer tercio provocó tal caos de refilonazos, acosos y persecuciones que nadie hubiera esperado lucimiento alguno en la faena de Manolo Martínez. Craso error, porque el regiomontano, resuelto a prolongar su cátedra de la víspera, sujetó la huida del bicho con mano maestra, lo centró sabiamente en el trapo y, aguantando parones y gañafonazos, terminó por convencerlo de quién mandaba en el ruedo, e imponiéndole un temple absoluto y un valor tapado por la estética, acabó endilgándole un auténtico faenón, templado y cadencioso en los pasajes culminantes, además de estoquearlo con idéntica decisión para cobrar dos orejas de ley.
Maravilla de maravillas. De verde botella y oro vestía Paco Camino –y de grana y oro su alternante: hasta el mínimo detalle es esencial–. Las dos primeras faenas del camero no tuvieron tacha y sí arte y finura para dar y regalar. “Navideño”, el quinto, era un animal negro, terciado y de preciosas hechuras que así que salió al ruedo no haría otra cosa que embestir y embestir, con un ritmo que el artista de Camas fue graduando desde el momento en que abrió el capote para veroniquear suavemente, sin prisas ni apreturas, las manos un poco altas todavía. Vuelven a mí, como un compendio de perfección desde su ajuste, cadencia y explosiva hermosura, las chicuelinas citando de largo –Camino fue el verdadero creador de ese quite–, y luego su brindis a Lorenzo Garza, el torero favorito de su padre. Lo demás es un poco borroso, como los sueños, por más que he repasado muchas veces las principales crónicas –incluida la mía– y hasta una desvaída película del suceso. Podría hablar de la fluida concatenación de pases de trincheras y de la firma hasta dejar a “Navideño” en los medios, y del crescendo como de sonata de una faena compuesta por series hondas e intensas por ambos lados sin que el pitón tocara jamás la muleta, que prolongaba las nobles embestidas con lentitud y redondez que no parecían de este mundo. O de lo distintos que resultaban en Camino un solitario molinete, el lentísimo kikirikí, la trincherilla acariciante o los rotundos de pecho para rematar cada tanda. Ese día comprendí que el toreo es algo que rebasa nuestra consciencia y que, cuando se apodera de ella, la transporta a confines inexplicables. Lo había sentido ya, mas ni antes ni después lo experimenté tan plenamente como la tarde en que coincidieron en el bello coso queretano el arte de Paco camino y la alegría y la clase de “Navideño”, de Garfias.
Lo que se dijo después. Repaso crónicas y otros textos: “Camino: la faena de su vida… rigurosa de forma pero no fríamente académica, sino traspasada por una emoción visible, bellamente contenida… ” (José Alameda, El Heraldo de México); “Ha sido una de las faenas más perfectas, más toreras y emotivas de cuantas se hayan logrado en plaza alguna” (Macharnudo, Esto); “Cuarenta y cuatro pases: cada uno un lienzo clásico de toreo eterno” (Luis Soleares, libro Dos Colosos, de Rafael Loret de Mola); “De la Santa María hemos salido conmovidos y saturados de arte divino… a la vez pensativos y meditando si el toreo no ha llegado ayer a su fin” (Tapabocas, Ovaciones). “Manolo Chopera –su apoderado desde novillero—me confesó que “es la tarde más grande que ha tenido Camino”, hasta el extremo que al volver a La Mansión, el hotel donde se vestía en Querétaro, le oyó decirle a su esposa, que allí le esperaba: “Es el día que mejor he toreado en mi vida. Hoy he inventado el toreo”. (Carlos Abella, biógrafo; volumen 11 de El Cossío).
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