Pocos saben lo que pasa por su cabeza. Mucho menos de dónde sale ese drive con el que le dio a De la Morena motivos más que suficientes para hacer un Transistor a capricho. José Tomás es pupilo dogmático de Sartre. El rostro labrado y envejecido de la generación que antecede a esta modernidad existencial que vacila a la nostalgia de épocas doradas de finales de siglo; el rey del rock and roll de los idiotas que no nos quejamos por vicio; la apariencia guadiánica por lares y competencias de poca monta o el vacío que trae consigo la autoflagelación del propio monoteísmo tomasista.
El aura que desprende su figura es un epíteto del valor y la pureza; la ranchera que hubieran querido y nunca pudieron escribir José Alfredo y cantar Chavela Vargas. Ha vuelto una y otra vez a la cara del toro sin mirarse los trazos que dibujaron en su cuerpo cartas de navegación, mapas trascendentales diseñados por pitones cincelados que buscaron un destino funesto para convertirlo en leyenda sin vida; en leyenda muerta.
Pobre del costado que desee cargar con ese esportón. Algo que a la vista, sin duda, puede parecer envidiable. Pero al final, lo que rechina y ya no compensa es tener que jugar al pilla – pilla con los miedos meses antes, después de firmar con todas las de la ley una temporada en la que estés dispuesto a salir a morir un noventa por ciento de las tardes. Porque si no es así, se queda en casa. Que es donde lleva prácticamente diez años desde la cornada de inflexión de Navegante; un punto y aparte con triple interlineado en su carrera. Y claro, señor mío, de este modo no hay quien tire del carro… Ahora bien, ahí están sus manoletinas para el que las quiera…
El idilio de José Tomás con México nunca ha sido un enigma. Además de por el sumo motivo de portar un 70% de sangre nativa tras las transfusiones realizadas aquel 25 de abril de 2010 en la apocalíptica enfermería de Aguascalientes, se extiende desde su exilio y forja como novillero por tierras aztecas, hasta ser en la propia Monumental de Insurgentes cuando hizo el jueves 25 años (10/12/1995) que tomara la alternativa de manos de Jorge Gutiérrez -sustituto esa tarde del Rey David Silveti-, en presencia de Manolo Mejía, con el toro Mariachi de Xajay.
El pasado jueves los noticieros despertaron como un día más. Se disipaba la verdad de la actualidad política como de costumbre, el coronavirus volvió a lastrar una mañana radiofónica con más voces anónimas que siguen advirtiendo lo poco de broma que tiene el bicho este, pero nadie cayó en la cuenta de un 25 aniversario inocuo para retrotraerse y sentirse afortunado, aunque sea por un momento, de ser coetáneos de un personaje de esta guisa.
El hijo de un dios menor completamente redimido a la voluntaria libertad que le da su hambre y por la que va encajando las últimas piezas del puzzle de su vida como torero “en activo”; las que ahora ve más fáciles de hallar pero aquellas que, sin remedio ni resignación alguna, le acercan al final. Porque sabe que tarde o temprano vendrá una mano sin miedo a cobrarle. Y esa no se anda con cuentos, ni pierde el tiempo, ni viene en balde. Sínkope dixit. Veinticinco años de emociones y mitos mal curados que vertebran la trascendencia de un torero único; de un torero de época.
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