Cuando el 19 de diciembre de 1998 murió Antonio Ordóñez, los elogios hacia su figura se multiplicaron. Fallecido a causa de un cáncer, fue algo más que un baluarte del toreo, ya que su fama trascendió con fuerza también fuera de los ruedos. También inició una importante saga familiar que ha mantenido ese protagonismo que el Maestro tuvo en vida.
Hoy veinte años después le recordamos en las palabras de José Antonio del Moral del siguiente texto publicado en el año del 2008.
La tauromaquia de Ordóñez:
Si de tauromaquia formal debemos escribir para completar esta semblanza de Antonio Ordóñez, empecemos por las suertes de capa y, delante de todas, por su toreo a la verónica. Piensen los aficionados que nunca le vieron torear en cómo sería que, si permanecen en su retina las ráfagas de los últimos artistas, Curro Romero y Rafael de Paula, ambos fueron simples alumnos de Ordóñez en la interpretación de este lance fundamental por la sencilla razón de que los de Romero y Paula dependían de las muy especiales y favorables condiciones de los toros, mientras que Ordóñez fue capaz de acoplarse totalmente a cualquier clase de reses y al más alto nivel artístico que se pueda imaginar, gracias a su enorme valor y su exclusiva técnica.
También dominó otras suertes de capa, tanto en los recibos de los toros como en quites – fue temible en sus réplicas y muchos toreros cambiaron el tercio de varas sin estar picado el toro para evitarlas – aunque a media de que su carrera avanzó se concentró en el toreo a la verónica por fiel a su más distinguida especialidad, abandonando el repertorio que prodigó en sus primeros años, en el cabe destacar sus impresionantes gaoneras, sus largas a una mano de pie o sus lances de recibo asimismo a una mano, entre los que sobresalen aquellos con que saludó a un bravo toro de Osborne en una corrida concurso de Jerez, al que logró indultar. Exactas a las que dio en el recibo de un toro de Juan Pedro Domecq que abrió la corrida inaugural de la nueva plaza de Vista Alegre de Bilbao. Pero haciendo otra referencia a las verónicas de Antonio, recordar también la tres y media con que “obsequió” a José Fuentes en Madrid, antes de cederle el “pabloromero” de su alternativa el 30 de mayo de 1965. Aquellas verónicas fueron una prueba más de su inimitable capacidad en ralentizar la velocidad inicial de los toros, como quedó patente para asombro de los que le veían por primera vez en esta corrida de su primera reaparición en Las Ventas.
El temple
En el mismo sentido, ésta casi exclusiva virtud de poder reducir el ímpetu de las reses fue otra de las facetas que diferenciaron el toreo de Ordóñez. La inusitada despaciosidad que lograba imprimir a sus lances y muletazos señala su excelencia por lo que a la técnica de “parar” – de frenar en su caso – y de mandar largamente en las embestidas que, algunas veces, parecían eternizarse en sus manos.
Las faenas de Antonio también quedarán en la memoria de cuantos le vimos torear porque sus muletazos parecían esculpirse sobre la arena como bajorrelieves sobre mármol, debido al gran empaque de su figura y a la suavidad con la que hacía el toreo – sobresaliente con la mano derecha – o al natural, casi siempre ligado sin enmienda en los remates de las tandas a majestuosos pases de pecho en los que prendía el viaje del toro muy por bajo y lo conducía a esa misma altura yéndose con todo el cuerpo por delante hasta despedirlo barriendo el lomo del animal con los flecos de la muleta, apenas levantada para librar la suerte sin retrasar a propósito el engaño como hacen otros para simular su conclusión antes de que el toro pase por completo. Claro que, al sentimiento y la pasión, añadía Ordóñez una sobredosis de largura sin que ello limitara el denso perfume que desprendían todos sus pases, a los que el gran escritor francés ya desaparecido, Jean Cau, apostilló como “dulces e imperiales”.
No debemos, sin embargo, describir únicamente al Ordóñez artista encasillado a estas formas clásicas y, a veces, barrocas porque su primacía le obligaba a triunfar a diario y cuando los toros no permitieron su toreo más genuino tuvo que cambiar de concepto para sacar partido de reses que nunca lo hubieran aceptado. Dato que, por mucho que le criticaran los “puristas” de su tiempo, se ha de tener en cuenta para valorar sus dotes de largo lidiador que no se limitaba a matar reses de las ganaderías tenidas por más fáciles, sino, muchas veces, a las más duras. De otra manera, jamás habría podido pasar de artífice, como tantos otros. Particularidad que también convivió con sus tantas veces aludidos caprichos o repentinas manías como fue el permitirse cuajar únicamente sus segundos toros de cada corrida durante toda una temporada, fueran éstos buenos, regulares o malos, en la que varias veces dejó escapar adrede los mejores, lo que enfurecía al público, enloquecido después al ver la entrega incondicional del maestro con otros bastante peores.
Legado artístico
Pero regresando a su legado artístico más señero, ¿cómo no recordar sus arranques de faena por bajo, rodilla en tierra en ángulo recto y brazo por completo extendido; o los ayudados por alto cargando la suerte hasta el infinito y ganando un solo paso en cada muletazo; o sus intermedios con aromáticas trincheras; o los epílogos dando rienda suelta a su vena gitana hasta terminar con sus desplantes a muleta plegada junto a su cimbreante cadera ?. Eso que parecía “ná” y valía millones, enjoyaba el corazón de sus trasteos, a la par alegres y hondos, como el bordón de una guitarra que, ora sonaba por “soleares”, ora por “peteneras”, siempre al final por “seguirillas” y casi nunca por “bulerías”. Lo digo porque si tal sentimiento nos hacía vibrar y hasta nos ponía la carne de gallina, las tardes en la que un toro se le ponía a la contra y había que apostar fuerte, a la emoción del arte unía la del riesgo con un desprendimiento total de su integridad física. Abandonado, descarado por completo ante el toro, incluso hasta gravemente herido como le vimos completar muchas grandes faenas y hasta matar toros sangrando abuntandemente. Tales la del Carlos Núñez que brindó a al emperatriz Soraya en San Sebastián, o la famosa de Aranjuez que evocó Hemingway en su “Verano peligroso” en 1959, o la que le impidió continuar Antonio Bienvenida en un polémico mano a mano de la Corrida del Montepío en Madrid, o la que bordó en Málaga a un toro del Marqués de Domecq el domingo de Resurrección de 1966 hasta enterrar la espada en perfecto volapié. Que en esta suprema suerte también fue rey cuando quiso por mucho “rincón” de que se hable por los siglos de los siglos.
Sus competidores
Antonio Ordóñez compitió primero con verdaderos gigantes como Luis Miguel Dominguín y con grandes toreros como Manolo González, Pepe Luis Vázquez, Julio Aparicio, Cesar Girón, más con los que entonces empezaba a preferir las élites de la afición, como Antonio Chenel “Antoñete” y Antonio Bienvenida al que impuso por delante en muchos carteles durante la temporada de su reaparición (1965), inicio de su segunda época en la que tampoco le faltaron rivales del más alto nivel como Diego Puerta, Paco Camino y Santiago Martín “El Viti” entre otros muchos como Manolo Vázquez, Jaime Ostos, “Mondeño”, “Miguelín”, Gregorio Sánchez, Fermín Murillo, Curro Romero, “Pedrés”…. Y aunque en los años 60 fue Manuel Benítez “El Cordobés” quien lideró la Fiesta apoyado por la inmensa mayoría del público, Ordóñez logró mantener su exclusivo sitio mientras convivieron dos “soles”: el representado por él mismo y el de Benítez. En torno a ambas estrellas giraban los “planetas”. Unas tardes alrededor del ciclón cordobesista y otras alrededor del emperador de Ronda. Quedemos finalmente con la imagen de Antonio dando la vuelta al ruedo con las orejas y el rabo de muchos toros en sus manos, relajado, sonriente y feliz tras sus clamorosos triunfos.
Pocos las dieron con tanta majestad.
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