Obispo y Oro: Otro Ortega que arrea por Fernando Fernández Román.
Ortega es un apellido sobradamente acreditado en la historia del toreo. Lo llevaba cosido al corazón –era el de su querida madre—Joselito el Gallo y también, por idénticas circunstancias maternas un labriego curtido por los soles toledanos de Borox, llamado Domingo, o el impecable artista de la Isla de San Fernando, por buen nombre Rafael. MSe citan a los “ortegas” toreros más significativos de distintas épocas del siglo XX, al que debe unirse, por derecho propio, el más cercano en el tiempo: Ortega Cano.
Todos ellos tienen reservada su página en esa historia, una página de dimensiones y tratamientos bien diferentes, como fácilmente se comprenderá. No es menester explicar la mensuración en importancia o trascendencia de unos y otros, sobre todo porque aquél Joselito no admite comparaciones; pero el Ortega suena y resuena constantemente –el buen “son” de los que son– cuando se habla de grandes intérpretes en el arte de enfrentarse al toro en la Plaza. Hoy día, ahora mismo, otro Ortega ha salido a la palestra taurina para dar que hablar, mucho y bien. Ha salido de esa madriguera sórdida y hosca en que con demasiada frecuencia se acurrucan los que tienen poco que hacer y mucho que decir en esta loca aventura de crear arte frente al riesgo implacable de lo irracional, que en muchas ocasiones, curiosamente, no es el toro. Arrumbado en el miserable rincón de la incomprensión, estaba ahí, al acecho de que alguien se diera cuenta de sus cualidades innatas para expresar lo que rebulle en su más honda intimidad: mostrar la belleza, haciendo abstracción del peligro, sin aparente esfuerzo. Se llama Juan y es de Sevilla. De Triana, concretamente, dicen por ahí.
No es un torero nuevo, porque lleva ya seis años de matador de toros, pero con muy poquito chance en la agenda de los empresarios. No estoy ducho en estadísticas, pero juraría que, como matador de toros, en todo ese tiempo no se ha vestido de luces arriba de treinta y tantas tardes. Tiene, en cambio, una baza a su favor: está instalado en el boca-a-boca de acrisolados aficionados y de los profesionales sinceros, de prestigio. “Hay un tal Juan Ortega, de Sevilla, que lo borda; como le embista uno te hace cosquilleos en la barriga…” me han susurrado con harta frecuencia.
Lo vi de novillero y de matador en Madrid, en tardes de escasa fortuna ante los toros; pero se ha destapado este año, con actuaciones en Linares, Córdoba y Jaén que han conmocionado el cotarro de este final de temporada, la desmochada temporada de la pandemia. Es algo así como la buena nueva taurina del pésimo año veinte/veinte. La gran revelación, sin duda. Trae a la Fiesta la frescura de quien explica lo que sabe sin ampulosidad ni alharacas. Es displicente y, a la vez, rotundo. Mueve los engaños con suavidad, aplicando ese tempo de los artistas que se embelesan en la propia obra, oteándola desde las alturas con el mentón apoyado en el medallero del pecho, como si se recreara viéndola llenarse de solemnidad.
Juan Ortega ha pegado esos tres aldabonazos y se ha colocado en los mejores puestos de la parrilla de salida para la próxima carrera. Se ha instalado ahí sin pegar codazos a nadie, sino lances de seda a la verónica, pases naturales cosidos entre sí, lentos y largos, además de adornos improvisados que adoba con una miajita de sevillanía. A mayores, se va tras la espada como una vela y pone –cuando puede– el acero en lo alto. Por decirlo con la muy gráfica expresión del aficionado castizo de antaño: “torea como los que no matan y mata como los que no torean”. Ahora, “solo” tiene que revalidar la categoría que apunta y confirmar las alborozadas expectativas que se ha entretenido en tejer, para gozo de sus muchos partidarios.
Cuentan que, al principiar la década de los 30 del pasado siglo y con ocasión de ir a Murcia a echar un vistazo a la figura recién salida del horno, encarnada en el labrantín toledano, por nombre Domingo ya mencionado líneas arriba, Juan Belmonte sentenció: “Este Ortega, arrea…” Trasladada la frase a esta contemporaneidad, con la venia pedida humildemente y la inmensidad de la distancia en que me hallo de los grandiosos maestros recién citados, me permito retomarla con este añadido: “Y este otro Ortega, también…“ Bienvenido sea.
Publicado en La República
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