martes, 27 de octubre de 2020

EL URO, Por Alberto Ramírez Avendaño / Del Libro ATREVIDO

 



El Uro... 

Una vez más 

Auroch: 

Toro salvaje. Palabra de origen celta conformada por la voz au: salvaje y och: toro. Julio César, en su libro: La Guerra de las Galias, los denominó uros 1. 

En los estantes de una vetusta biblioteca maracayera, que ha trascendido ya tres generaciones de juristas (Escritorio Jurídico Dr. Carlos Alberto Taylhardat Acevedo), tropecé por azar con una curiosa edición de un clásico: “Los Comentarios de la Guerra de Las Galias” de Cayo Julio César, escrito antes de comenzar nuestra era, traducido al castellano por Manuel de Valbuena 2, muy probablemente desde las ediciones latinas de Kuber o Mansel de 1893, editado por la Librería de la Viuda de Ch. Bouret, en el 23 de la Rue Visconti de París en 1938 y adquirido ese mismo año en la Librería Central de Puig y Ros Scrs, de Traposos a Colón 48, en Caracas. 

Este feliz encuentro, al amparo de una vieja amistad, sacó a flote el recuerdo de una referencia del preclaro pensador español D. José Ortega y Gasset en un jugoso artículo titulado: “Enviando a Domingo Ortega el Retrato del Primer Toro” publicado a comienzos de la década de los 50 y recogido diez años más tarde por el culto, y castizo por igual, volumen de “La Caza y Los Toros” 3, donde alude la descripción de Julio César, testigo presencial, consignada en sus “Comentarios” que condujo a la identificación de la imagen del bovino primitivo que dio origen a todas las estirpes modernas de ganado. 

En el Capítulo V del Libro VI, cuando relata las 

“Costumbres de los Germanos” incluye la “Descripción de Algunas Fieras de la Selva Negra” y en el Párrafo XXVIII se detiene a detallar: “Otra tercera especie hay de los que llaman uros, algo inferiores en tamaño a los elefantes y de la especie color y figura del toro. Son de mucha fuerza y de suma velocidad. No perdonan a fiera ni a hombre que alcancen a ver. Los matan cogiéndolos en trampas con mucho cuidado. 

Este es el trabajo en que se endurecen los jóvenes, y el género de caza en que se ejercitan. 

Y los que han muerto mas uros, llevando en público sus cuernos en prueba de la verdad, son tenidos en mucha estimación, mas aunque los cojan pequeños, no se acostumbran a la vista de las gentes, ni se domestican jamás. El tamaño, figura y especie de los cuernos se diferencia mucho de nuestros bueyes: se buscan con mucha diligencia, engastan sus bordes en plata y usan de ellos para beber en las comidas suntuosas.” 

Ya en sus tiempos Cicerón acogía estos comentarios como “naturales, sencillos, graciosos, exentos de adornos oratorios: se creería estar viendo un hermoso cuerpo sin adornos” y esto nos permite ahorrar las referencias de Tácito (Annales IV, 72 En Germania 45) y de la historia Natural de Plinio (VIII – 38). 

Este proceso de identificación estuvo desde el comienzo lleno de otras incidencias que, por gustosas, son difíciles de dejar de lado. El mismo Ortega y Gasset nos remite a la participación directa de un personaje histórico, eminente por múltiples motivos, en esta búsqueda. Se trata, nada más ni nada menos, que de Gottfried Wilheim Leibniz (1646- 1716) 4 una cumbre del pensamiento filosófico, profesor universitario a los 20 años, consejero precoz del Arzobispo de Mainz, diplomático ante la corte del Rey Sol y por si fuera poco, inventor del cálculo infinitesimal, cuya notación simplificada se ha empleado en lugar de la usada por Newton en su versión independiente de la misma invención, quien terminó sus días al frente de la biblioteca de Hanover por encargo del Duque de Brunswick. 

Dejó constancia en una carta 2 para su corresponsal Theodor Burnett, escrita el 12 de octubre de 1712, de su acuciosidad de bibliófilo y su interés por el tema, cuando en referencia a una recién aparecida edición de los "Comentarios" escribe: “Soy yo quien envió a los editores el retrato del urus, porque interese al Rey de Prusia en que 




lo hiciese hacer del natural sobre el que tiene en Berlín”. Esta documentada referencia determina el origen más probable del cuadro, hallado por azar en los estantes de un anticuario de Salzburgo, por el naturalista inglés Hamilton Smith a comienzos del siglo XIX, ampliamente reproducido desde entonces, con la denominación en idioma alemán: Auroch, y nuevamente desaparecido en la actualidad. 

Como una inevitable digresión sobre este tema se nos ocurre que para el propio D. José hubiera sido motivo de especial regocijo conocer el nombre del primer traductor al castellano de los referidos “Comentarios” libro que se publicó en 1778, por cuanto se trata del Presbítero Joseph Goya y Munain, con algún probable parentesco con D. Francisco “El de los Toros”. Esta identificación accidental, en una librería de antigüedades de la ciudad de Kiel, a comienzos de los años 50, la menciona un acreditado historiador venezolano, quien cayó en la tentación de relatar las aventuras amorosas de su lejana juventud en un libro que pretende caer en gracia, resulta obsceno y no añade nada a su prestigio bien ganado. 

El asunto cobra interés especial porque existen registros documentados de la extinción del último rebaño silvestre de uros en el bosque de Jaktorowa, en las proximidades de Varsovia en 1627, donde sobrevivieron al amparo de estrictas regulaciones que reservaron la “venatio magna”, caza mayor, a los máximos jerarcas de la corte. Allí existe un monumento que señala el hecho. Los cuernos de uno de los últimos machos, muerto poco antes de 1620 en el bosque de Sochaczewky, fueron enviados, como algo especial, al Rey Segismundo de Suecia, tal como reza la etiqueta que los distingue en la Real Armería de Estocolmo. La evidencia de la extensión territorial  primitiva de la especie en los bosques de Europa, desde los países bálticos y Prusia hasta la Selva Negra, la explica R. Mieckzyslaw en su detallada historia. 

Esos privilegios de la más encumbrada realeza que conservaron en cotos cerrados la caza mayor como recreación, como preparación para la guerra por ejercicio de las artes ecuestres y como experimento de capacidades de organización y liderazgo, tuvieron, como muestra la historia, muy diversas repercusiones en las distintas sociedades europeas y el secretismo que rodeó el privilegio favoreció la confusión entre los bovinos originales propiamente denominados y el partícipe del mismo hábitat: el bisonte europeo, aun cuando sus diferencias morfológicas estuvieron muy claras para los artistas rupestres de las cuevas de Altamira y Lescaux. 

Otro testimonio escultórico apenas conocido en el mundo occidental, de un impresionante realismo, que contrasta con la intención decorativa del arte chino en la Edad de bronce, la encontramos de manera fortuita... el uro, una vez más, en Museo Field de Historia Natural en Chicago 7, a mediados del año 80, en la primera muestra itinerante de los llamados Tesoros de la Edad de Bronce de China: un vaso ceremonial con la escultura de dos uros tal como fueron recreados del natural durante la dinastía Han, un siglo antes de Cristo, es decir, contemporáneos con la descripción de Julio César. 

Se tardó muchos años en esclarecer las diferencias entre especies y finalmente fue un embajador en Moscú de Maximiliano de Austria: Segismundo de Heberstein, quien a principios del siglo XVI visitó Polonia y recoge en su “Rerum Moscovitarum Commentarii” dos grabados toscos aun para la época, que definen con bastante claridad las diferencias entreambas especies. La reproducción de esos curiosos grabados aparece, sin constancia de su origen, en el doctrinario tratado de “Los Toros” de D. Antonio Abad Ojuel. 

En el confuso contexto de la muestra de habilidades cinegéticas de la más alta aristocracia, el Obispo de Plock, Erasmo de Ciolek y embajador del Rey Segismundo, presentó en la corte papal del recién designado León X, un suntuoso espectáculo donde gentil = hombres a caballo, quebraron rejones y alancearon toros ibéricos a la usanza de la época, a manera de réplica de la caza de los uros en los bosques de Polonia. 

Estos eslabones condujeron a una memoria de casi 50 años, cuando en el entonces abigarrado Museo Nacional de Dinamarca, encontramos, enteramente ayunos de toda información previa, el impresionante esqueleto, estupendamente conservado, que tiene todavía la puntas de las flechas que no lograron matarlo ... 8600 años antes de Cristo, de un gigantesco bovino, con alzada de casi dos metros a la cruz que se atascó en la ribera del Lago Odsherred, donde fue encontrado en 1905. Años después advertimos que aquel esqueleto encaja exactamente en la imagen del cuadro de Salzburgo que D José envió a su tocayo, torero, como retrato del primer toro. Él mismo concluye afirmando que en el mundo actual “todas las variedades, especies o subespecies de bovinos domésticos o mansuetos provienen de un tipo de toro originario: el Bos primigenius, que era feroz. Los alemanes lo llamaron Auroch, o toro salvaje y los germanos y celtas debían nombrarle con un nombre parecido, que a los oídos de Julio César sonaba urus”. 

Es comprensible entonces el interés de los trabajos científicos para reconstruir el bovino primigenio, ya desaparecido por siglos al impulso incontenible de la civilización, que comenzó por arrasar su hábitat. Así encontramos otro eslabón de esta larga cadena: en una visita al zoológico de Hellabrunn, en Munich, cuando todavía se advertían la huellas de la segunda guerra mundial, encontramos algunos ejemplares del bisonte europeo, muy diferenciados de su equivalente de las praderas americanas, a los cuales habíamos conocido “personalmente” en Las Delicias. En el recinto adjunto, sin que para la época se les diera demasiada importancia, se encontraba un pequeño rebaño de extraños bovinos, algunos de ellos con la armazón estrecha, la encornadura alta y acodada y los cuartos traseros “chupados” que nos recordaron los “chifles” degenerados por el hambre y el maltrato, en los puntas de ganado llanero puro, sin influencia cebú, que llegaban por vereda a la romana de Villa de Cura y que nadie quería para cebar. 

Una vez más tardamos años en enterarnos que aquellos animales procedían del trabajo emprendido, a finales de los años 20, por el Dr. Heinz Heck 10 para la reconstrucción viviente del uro a partir de reses modernas donde supuso una mayor presencia genética de su origen remoto: Haiglanders de Escocia, Camarguesas del mediodía francés y, naturalmente, españolas de la raza de lidia. Un poco más tarde, la momentánea euforia de la eugenesia en la Alemania de los años 30, estimuló a su hermano, Lutz Heck, a replantear la reconstrucción en el zoológico de Berlín y su intención de biólogo cosechó las críticas y los oprobios que sí mereció el régimen político derrotado. 

Esta larga peroración, como dijera un dilecto amigo y gran artista, no tiene más disculpa que una sentida muestra de gratitud de quienes hemos pasado y disfrutado buena parte de nuestras vidas entre toros y vacas. La vaca desde su más humilde origen como animal de carga, de donde deriva su propio nombre en las lenguas modernas, tardó poco en convertirse en la nodriza de la humanidad como productora preeminente de proteínas de alto valor biológico y otros importantes nutrientes, a partir de forrajes que los seres humanos no pudieran aprovechar directamente. No hay especie animal de mayor trascendencia en el bienestar de las sociedades humanas en cualquier lugar y algún momento de la historia. 

Hace ya bastante más de 3000 años los artistas que decoraron el palacio de Tel El Obeid en la mítica ciudad de Uro, recogieron la acción de una práctica diaria de aquella sociedad: el ordeño y el subsiguiente proceso de elaboración de su producto para consumo humano cada día. Por su parte los machos bovinos, domesticados como animales de trabajo, individualmente, en yuntas por parejas o conjuntos mayores, tienen sus más antiguos testimonios en relieves egipcios y en pequeños grupos escultóricos tallados con gran vividez, que aunque tallados en madera, se conservan aún. Inmemorial, desde etapas muy anteriores a la propia domesticación, es el aprovechamiento de su carne y las vísceras como alimento de primer orden. 

Para cruzar de una a otra vertiente de una vocación ancestral acudimos, una vez más, a las palabras del maestro que indujo esta prolongada recopilación: el preclaro D José Ortega y Gasset: 

“La variedad vacuna dotada de bravura se ha perennizado en España, cuando desde muchos siglos antes había desaparecido de todo el mundo”
... 

“Sólo es patente que en las últimas tres centurias las 

EL URO 21 fiestas nobles de toros, primero, y las corridas populares 

después, han logrado su artificial conservación” 

La “milenaria amistad entre el hombre español y el toro bravo” no tardó en echar fuertes y profundas raíces en el Nuevo Mundo. La feracidad de sus tierras dio extenso y fructífero sostén a la más grande empresa de conquista biológica que especie animal alguna ha podido lograr. El vigor, la rusticidad y la capacidad de adaptación de los bovinos ibéricos, que trajeron los viajeros de Indias, dieron temprano origen a grandes manadas de bovinos asilvestrados, bajo las más diversas condiciones ambientales. Con la lengua, la formación religiosa y las costumbres y tradiciones de sus lugares de origen, trajeron también desde el mismo comienzo del siglo XVI el regocijo de la corrida de toros a la usanza de la época, para lo cual contaba con un protagonista central: el toro bravo. 

El “criollo” americano dejó muy pocos testimonios vivientes. Sus genes perviven en las estirpes que por absorción formaron exitosas ganaderías de lidia en México, Colombia y Ecuador. Tan sólo el cornilargo del oeste norteamericano conserva su valor cinematográfico, y reducidos núcleos de criollos lecheros se conservan a fuerza de vocación y sacrificios, en Venezuela, Colombia y Centro América. Todo lo demás ha sido barrido por el predominio comercial del mestizaje con razas cebuínas, preferentemente. 

En los albores del siglo XXI, una vez más... el socorrido progreso cultural, pregonado por civilizadores sin conciencia histórica (ni de la otra) pretenden exterminar por presión política de intolerancia totalitaria, el largo y cada vez más enriquecido bagaje cultural de las corridas de toros y en consecuencia, el toro bravo. España y los países iberoamericanos que conservan la fiesta de los toros como su propio acervo cultural y artístico, en las palabras de un notable escritor mexicano contemporáneo, “arranca la máscara de la hipocresía puritana y transforma la memoria de nuestros orígenes y nuestra sobrevivencia, a costa de lo natural, en una ceremonia de valor y de arte y tal vez, hasta de redención”. 

... 

“En la corrida de toros moderna el matador es el protagonista trágico de la relación del hombre con la naturaleza. El actor de una ceremonia que evoca nuestra violenta sobrevivencia a costas de la naturaleza. No podemos negar nuestra explotación de la naturaleza porque es una condición misma de nuestra supervivencia” 

Ignorar el valor simbólico de la fiesta de los toros es “saltarse a la torera” las propias raíces de la cultura que se presume defender sin argumentos coherentes, desconocer el legado de plumas eminentes y artistas excelsos de todas las épocas, a cuya mención no hace falta recurrir aquí y ahora. Frente a la postura integrista de los ruidosos publicistas de oportunidad, puede resultar inútil, pero siempre oportuno, exaltar el valor intrínseco de una expresión artística que, por efímera, resulta incomparable en el rango de los valores subjetivos, que un foro heterogéneo, espontáneo y colectivamente inmanejable para cualquier propósito utilitario, comparte por igual, a la manera de los coros milenarios. 

Como no podía ser de otra manera, en una de las últimas entregas a nuestro alcance, de la mas importante revista taurina de la actualidad, aparece una información de último momento: durante los trabajos de ampliación de una autovía perimetral del centro urbano de la ciudad de Madrid, justamente allí, a muy corta distancia de la plaza 

de Las Ventas, las excavaciones han dejado al descubierto el cráneo, muy bien conservado de un uro: el uro... una vez más. 

 

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