miércoles, 12 de agosto de 2020

Y SILVERIO CORTA CUATRO OREJAS Y UN RABO, EN CARACAS Por Víctor José López EL VITO

 

El fraterno César Dao, corazón impulsor del motor de la fiesta,  entre dos "monstruos" colosales, y sin asustarse... Silverio y Garza en casa de Pedro Illana, el "templo" de Gaona



"El que no le haya visto una faena inspirada a Silverio no tiene idea de hasta dónde puede llegar el temple en el toreo, al torear con la mano derecha"

José Flores Camará

 

Fue publicado un libro que ha servido de bisagra a dos generaciones de taurinos mexicanos. La obra lleva el llamativo título de Silverio, atractivo para aquellos que vivieron la pasión inaudita en los tendidos del viejo El Toreo de La Condesa, a la afición que ahora cubre los amplios tendidos de la Plaza de Toros Monumental México, en cuya entrada podemos apreciar la obra del maestro Ribeles en la que inmortaliza a los hermanos Pérez de Texcoco, Carmelo y Silverio Pérez. Apasionantes ambos, dos toreros que le dieron un vuelco a la fiesta de los toros mexicana. Guillermo Cantú, autor de Silverio, conocedor del sentido del toreo mexicano es un autor muy polémico. La intención que hay detrás de Silverio no es diferente a la que está detrás de su anterior obra, Muerte de Azúcar, contribución y búsqueda de una explicación a la expresión racial del toreo sensual.

Leí el libro de Cantú durante mi estada en Chichimeco, el rancho que El gran Fermín Armillita fundó para su familia, la señora Nieves Meléndez de Espinosa, su viuda, y sus hijos los matadores de toros  Fermín y Miguel Espinosa Meléndez, matadores de toros muy apreciados en México y en especial en Aguascalientes que es tierra de toros y de grandes toreros. Ya que nos referimos a la obra de Cantú, confieso que, tras haber andado el camino escrito por el enterado escritor, sentí vivir el privilegio en la oportunidad de acercarme a los hermanos Carmelo y Silverio de la mano de la narración de anécdotas brillantemente recordadas por Carlitos González -fotógrafo de los inmortales- y por Miguel Sahid, mozo de espadas del Maestro Fermín y un armillista hueso colorado. Entre los dos, testigos y protagonistas de los días de gloria y tragedia de los toreros de Texcoco en la Ciudad de México. Fueron aquellos días del terreno abonado para que Carlos Quiroz, Monosabio, lanzara la máxima guerrera de “Agarzarse o Morir” … Más tarde, en el tiempo y en la pasión de los corazones, aparecería entre los monstruos el torero náhuatl, Silverio Pérez.

Los gigantes en pleito se habían declarado la guerra tras el pacto de San Martín Texmelucah, donde el tablero del ajedrez taurino quedó dividido entre ganaderos, Llaguno por un lado y Piedras Negras por otro, y toreros, Garza capitán y Arrmillita general. Fue Zacatecas contra Tlaxcala.

Silverio llegó al toreo con la misión de recoger la herencia que había dejado intacta su hermano Carmelo, muerto tras largo, penoso y doloroso Calvario padecido tras las espantosas cornadas inferidas por Michín de San Diego de los Padres.  Cornadas como cuchilladas que penetraron el cuerpo texcocano, inerte sobre la arena del toreo de La Condesa en la Ciudad de México.

Contaba Miguel Sahid que los silveristas cuando iban a la plaza, para diferenciarse de los rivales seguidores de Armilla y de Garza y muy especial para identificarse con su ídolo, Silverio Pérez, llevaban prendido de la solapa del paltó, o prendido del pecho de la camisa una cinta color solferino. Lo que conocemos como rosa mexicano o en la sastrería taurina española como grosella.  Una cinta, como bandera, para sin necesidad de gritar decirle al mundo que “somos partidarios de El Compadre”. Aficionados militantes de la causa de Silverio Pérez, porque aquellos que gritan y se pelean en los tendidos son los armillistas y garcistas, miembros de las peñas La Porra y la Contraporra, seguidores de El Jitomatero y el Zángano. Silverio Pérez fue torero de grandiosa irregularidad, desacertado e inspirado acuñado entre Armillita y Garza con su insolente indolencia en su expresión de indio en el torear … Esa es la conexión que trata Cantú en su libro. Busca en cada línea y en cada párrafo las raíces raciales de la expresión que, difícilmente, excluyendo Andalucía por supuesto, difícilmente sea comprendida en otro rincón del universo taurino.

Al alimón con la obra de Guillermo Cantú leí la recopilación de crónicas de Carlos León, creador de un estilo epistolar, muy mal imitado por algunos cronistas que recurrían a la epístola para relatar  reseñas y crónicas de avinagrado estilo, hiriente, sarcástico  sin el profundo conocimientos taurino del genial Carlos León de Novedades, que mucho antes de aparecer la tesis de Cantú,  manifestó oposición a “eso” que llamaban “expresión taurina mexicana”, y que ha sido muy mal alimentada por Francisco Lazo, responsable de la información taurina en el influyente tabloide Esto.

Otro gran cronista, Carlos Septién, Yucateco, desaparecido y muerto en un accidente aéreo, firmó sus crónicas en El Universal con los seudónimos El tío Carlos y El Quinto, descubierto en una recopilación de sus crónicas en un libro obsequio del doctor Joel Marín, en lo que a mí respecta el mejor y más enterado aficionado taurino que he conocido. Marín, que fue Juez de Plaza en la Plaza de Toros Monumental México, aficionado práctico que alternó en festivales con Armillita, Domingo Ortega, Silverio Pérez y los hermanos Chucho y Eduardo Solórzano y fue rival en el ruedo de Lalo Azcue y Chucho Arroyo dos grandes aficionados prácticos que compitieron en las arenas del toreo con figuras consagradas por los públicos aficionados. El doctor Joel Marín pasó a ser un referente de imparcialidad y justicia como Juez de Plaza por su criterio muy bien formado, dada su relación con figuras del toreo y ganaderos de reses bravas.  Me refería a El Tío Carlos, quien a pesar de su ausencia aún vibra en el ambiente periodístico taurino mexicano. Fue Septién, un silverista apasionado y partidario de Carlos Arruza, que son dos toreros de quienes este poeta de la crónica fue partidario dos toreros que fueron diana para los dardos de la avinagrada crítica de Carlos León. Los escritores y los periodistas, los aficionados y las peñas, vivían en México con la pasión de sus toreros, lo que resultó la Edad de Oro del Toreo Mexicano. Fueron los latidos de aquellos corazones lo que le dio vida a esa período envidiable y, para muchos, irrepetible.

Aquel año de 1943, el año de la exaltación de Silverio en El Toreo con Tanguito de Pastejé, y la confirmación de Armillita con Clarinero, el Compadre y el Maestro torearon en el Nuevo Circo de Caracas. Fueron dos manos a mano. Uno el primero de agosto, reaparición de Fermín Espinosa “Armillita” que  cortó un rabo ; y el segundo, el 8 de agosto tarde que Silverio cortó 4 orejas y un rabo.

En ambos manos a mano se lidiaron toros de Guayabita. Más tarde volvería a Venezuela, en Maracay recibió una cornada y al Nuevo regresó para aquel inolvidable festival en el que también actuó César Girón. Aquella tarde el tributo de la afición caraqueña fue muy hermoso, ya que toda la plaza, de pie, coreó la letra del pasodoble Silverio.                   

          

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