Foto: Camilo Díaz |
La tauromaquia nació como culto. Es así como ha vivido y así es como ha de vivir, o no vivir. En su ley, como las religiones actuales, todas más jóvenes que ella, pero con las cuales comparte un largo historial de persecuciones.
Los aficionados de hoy (era de consumismo, confort, humanización de animales y viceversa), sitiados por el odio, las prohibiciones, la discriminación, son tentados a olvidarlo, a escapar, a buscar salvación fuera de la fe; avengámonos, disfracémonos, vendámonos, politicémonos… les proponen por acá y por allá.
Cuidado, bienintencionados con esos cantos de sirena. Es por ahí, por los caminos inciertos del descreimiento, el relajo y la banalidad por donde se pierden las almas y los credos.
No olvidemos que el antiquísimo nuestro y el moderno negocio-industria levantado sobre él, son dos cosas distintas, aunque juntas. Con valores, códigos y ritos diferentes. Recordemos que lo de abajo, aún oculto por lo de arriba, lo sostiene. Que los llamados a sacrificar lo primero en aras de lo segundo, así estén de moda y por lo que se oye y se lee puedan ser mayoría, invitan a la disolución, al desastre.
Con el obligado respeto por el derecho a opinar de unos y otros, debo confesar que comulgo con los fieles a lo fundamental. A despecho de ser tachado “fundamentalista”, estoy con los que creen que los principios no se negocian, con los firmes, con los que saben que cuando los cimientos fallan, el edificio tambalea, se cuartea y se viene abajo, todo.
Miremos un ejemplo macro. El cristianismo, perseguido ferozmente por el imperio romano, en vez de admitir ser comprado, mixtificado, politizado; resistió, evangelizó, cristianizó, hizo sacro a su enemigo, y lo ha sobrevivido dos milenios. Cómo de allí en adelante hizo con todos los sistemas políticos que ha cohabitado: el feudalismo coronado, el imperialismo de cruz y espada, la democracia laica y hasta el socialismo ateo.
¿Qué queremos salvar? ¿El culto, el negocio, ambos? La única manera de que sean los dos, o al menos el primigenio, el esencial, es evangelizar el comercio, el espectáculo, la política en vez de comercializar, espectacularizar o politizar el evangelio.
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