viernes, 21 de agosto de 2020

FUE EN MÉXICO DONDE TODO COMENZÓ (1) Por Víctor José López EL VITO

 

 

Tres toreros muy importantes en mi relación como aficionado y periodista taurino de México: Antonio Velasquez, Manolo Martínez y Eloy Cavazos.
 

Al bajar del taxi en el cruce de la Cinco de Mayo con Isabel La Católica el viento corría y jugaba a los remolinos, a ras del suelo. 

El portero del Hotel Guillow, hombre de larga talla, huesudo y con cara de ave de rapiña sacó del asiento delantero del auto el maletín y la vieja máquina de escribir mientras cancelaba al taxista el importe del viaje desde el aeropuerto, hasta el viejo centro de la ciudad.

Había llegado a México.

Era el seis de octubre de 1968 cuando todo comenzó.

Me hospedé en una buhardilla del Hotel Gillow, un viejo edificio de indefinida arquitectura, rodeado de reminiscencias de los restos que fueron parte de la vieja urbe colonial: -la gran ciudad que fue edificada sobre otra ciudad. Una urbe grande,  con sus bases incrustadas en las semi destruidas construcciones de la grandiosa Tenochtitlán.

 Era la urbe cristiana, que pretendía borrar con iglesias y capillas la cosmopolita ciudad de los aztecas.

Templos y palacios construidos por la Iglesia, edificadas por los ricos y los diversos gobiernos. 

Edificios de tezontle rojo y negro que, según Humboldt, “podían figurar muy bien en las mejores calles de París, Berlín y Petersburgo”.

Palacios cimentados con ingenio y audacia política. Recias casas tan atrevidas como atrevidos eran sus propietarios, los conquistadores. 

Hombres transformados, gracias a la fortuna, en intrépidos colonos. Más tarde en ambiciosos revolucionarios.

Mi primera visita a tierras aztecas era una mezcla de curiosidad y aventura desamparada de los más elementales recursos. Por mi condición económica sólo tenía acceso a humildes fondas y hospedajes de aquel México que estaba de ida, la ciudad de los cafés y las cantinas populares. La primera cartilla de “visitas obligadas” nada tuvo que ver con las famosas pirámides o los monumentos o los tours precolombinos, que ilustran las guías turísticas.

Caminando por las aceras de las calles del viejo centro de México,  conocí la ciudad del Vasconcelos que prohibió los toros y el jazz, por considerarlos cosa de negros y asesinos. El México de Martín Luis de Guzmán, el relator de la Revolución y de don Alfonso Reyes, receptáculo cultural del occidente hispanoparlante.

 Descubrí en esta mi primera incursión entre los edificios públicos, los murales de Rivera, Orozco y Siqueiros, la terna de los grandes muralistas que percibieron la mezcla rutilante de la presencia histórica con la ingeniosa, sabrosa, cínica y única, bohemia mexicana.

 Todo tiene que ver con restos de la bohemia madrileña, pisto del mestizaje, con restos relumbrantes de un confuso afrancesamiento,  que no entienden los propios mexiquenses. Los habitantes de la gigantesca ciudad.

 Me rodeaban los despojos de la ciudad donde creció el periodista y poeta Renato Leduc, grande en su rebeldía que sólo sometía a la reverencia de la reseña taurina. Me codeaba con el pueblo adorador de Rodolfo Gaona. Ese México que se le entregó sin reservas al primer “Torero de México”, Alberto Balderas. Era aquel el México auténtico del boxeo y de la lucha libre, en el “de-efe” del Ratón Macías y del Púas Olivares, la ciudad de las veladas en la Arena México con El Santo y El Cavernario Galindo. Las noches de los teatros de burlesque el de las tarimas de las muchachonas de las piernotas embutidas en medias de malla negra, las que caminaban haciendo ruido con los taconsotes de sus zapatos sobre la vieja madera de los destartalados escenarios de una ciudad que se representa así misma, con lo que fue y lo que se va, con movimientos exactos y precisos de la escuela de la Tongolele, las caritas pintadas adornadas con lunares cielito lindo junto a la boca y esas pestañotas postizas para esconder los ojos tapatíos.

 

 Era aquella tarde que caminaba por primera vez por la ciudad taurina, la que sembró pasión de Garza y de Armillta, por los tendidos de las plazas de toros. El México de Alberto Balderas, el de la pasión que nadie cambió ni por un trono su barrera de sol, cuando toreaba Siverio: y que fue la sangre y el espíritu de esa fiesta única que es la fiesta de los toros mexicana.

 

Allí está, con su envolvente frescor la Alameda. Con los novios de siempre, unidos en el beso eterno. Alameda, jardín del que arrancó su nombre, igual como se arranca una fruta, usarlo de seudónimo y escribir de toros, el letrado nacido en el Madrid que en México se piensa mucho en ti, que creció en la sevillana Marchena,  don Pepe Alameda, en realidad Carlos Fernández Valdemoro, maestro de generaciones de periodistas mexicanos, que firmó las más hermosas piezas del poemario y de la reseña taurina y que rubricó magistrales narraciones radiofónicas y televisivas regalándonos lo mejor de su crónica taurina con el nombre de José Alameda.

Fue Pepe Alameda el de los poemas apasionantes, las frases justas, oportunas y exactas, el relato elocuente, de equilibrada música, cátedra de literatura taurina permanente y generosa.

 

Frente a mí y debajo de mí, a mis pies el México viejo y maltrecho con sus restos afrancesados, negados a sucumbir frente a la avalancha del modernismo. Se descubren en el ocre de sus paredes los días que fueron de don Porfirio Díaz. Allí está desnuda la ciudad de los viejos cafés, las barras de las  cantinas con sus pisos tapizados de conchas de cacahuetes. Tugurios llenos de los aromas que saltan de las ollas donde se cuecen los hirvientes caldos, buenos para las crudas.

Es la ciudad donde los ruidos de los organilleros que con vueltas del cilindro lanzan por los aires las canciones de Guty Cárdenas y de Agustín Lara.

 México es una canción.

 La ciudad es musical, capaz de confundir la pena y la rabia, con la alegría, la ilusión y la esperanza. Tenía frente a mí al México de mi abecedario amarillento, el de las páginas de La Lidia y de La Fiesta, México en las páginas del periodismo taurino en los reportajes del doctor Carlos Cuesta, abuelo de mi querido amigo Jorge Cuesta, padre de aquel Cuesta revistero hermano del otro Jorge Cuesta, el poeta maldito. Cobraban vida y alma en mi deambular sin rumbo ni norte por fondas y cantinas las ilustraciones de Manuel Reynoso. 

El hecho de residir en la parte vieja de la ciudad me permitió  desplazarme con ventaja. 

A tiro de piedra estaba el Café Tupinamba, el mismo que hoy evoca mi muy apreciado Arturo López, el Bardo de la Taurina, en la Calle de Bolívar, el sitio de reunión de la baja torería. La de los maletillas, picadores y banderilleros, mozos de espadas y aspirantes a novilleros. Nada que ver con la oligarquía de las figuras del toreo que cantan los pasodobles y pintan los pinceles de Ruano y de Pancho Flores. 

Frente al viejo Café de la calle de Bolívar recuerdo una fábrica de petacas y, al costado de su puerta, un letrero que decía: “Aquí hacemos petacas, al frente se hacen maletas.”

 

Cada mañana me aguardaba Guadalupe en el Café Tupinamba, era Lupe el mozo de espadas de AntonioVelásquez. Nos reuníamos en el el frontón en la casa del doctor Hoyo Montes. Guadalupe también había sido mozo de espadas del maestro Carlos Arruza, y acompañaba al Ciclón la noche del fatídico accidente en la carretera México -Toluca, cuando el gran torero perdió la vida al estrellar su camioneta contra otro coche, que venía en ruta contraria.

En la casa del doctor Hoyo Montes, que fue en una época médico de plaza y muy amigo de los toreros entrenaban algunos matadores que conocía por sus reportajes en La Lidia o porque mi tío Humberto Lazo, o mis primos los Lazo Graells, me contaban de su paso por Caracas, como fue el caso de Antonio Toscano, casado con una hermana de Manolito González, “La Giralda vestido de luces” y de Luis Castro “El Soldado”, el legendario torero de Mixcoac.

El frontón y los baños de vapor, eran frecuentados por un popular aficionado y restaurantero exitoso de nombre Jesús Arroyo. Dueño del Rancho Arroyo, famoso por las barbacoas de su restaurante, las carnitas y la música con quien me uniría en lo que nos quedaba de vida  una fraternal amistad al paso de los años.

 Cada mañana me reunía con Antonio Velásquez y con su hijo Rafael, quien se iniciaba de novillero. Era octubre, último tercio del año 1969, fechas por las que José Luis, otro hijo de Antonio y hermano mayor de Rafael, hacía campaña por ruedos venezolanos. 

“Joséluis”, así se anunciaba en los carteles, actuó con éxito en Caracas y en Maracaibo. Junto a nosotros en el frontón el novillero venezolano Pepe Benavides, apoderado por “El Güero Pollero” que frecuentaban el frontón del doctor Hoyo Montes.

Carlos Málaga “El Sol”, matador de toros venezolano fue mi guía aquellos primeros días en Ciudad de México. Con “El Sol” contacté al gran fotógrafo Carlitos González adelantándome  a un reportaje fílmico en la ganadería de los Hermanos Moreno Reyes, propiedad del mundialmente famoso Mario Moreno “Cantinflas".

Aquello de  reportaje ea el motivo del viaje a México, y se decidió una mañana  en Caracas. Trabajábamos en un proyecto para el Centro Simón Bolívar, Carlos Eduardo Misle “Caremis”, Pedro Calimán “El Canciller de Hierro de “La Corototeca”, archivo viviente, museo, muestrario, testimonio, reunión de objetos, documentos, fotos, cosas…colección de “corotos”, como llaman los caraqueños a los objetos indefinidos, que acumuló el periodista Carlos Eduardo Misle “Caremis”,  desde los años de su infancia convirtiéndose en una memoria no oficial de lo caraqueño y lo venezolano. La historia menuda de las cosas perdidas en lo cotidiano. La historia gráfica de Caracas y de Venezuela que Carlos Eduardo promovía diciendo;- Tengo una foto del Orejón Prieto haciendo la  Primera Comunión y otra de Rafael Caldera despeinado".

 Importante archivo que aún existe gracias al esfuerzo de “Caremis” y que entiendo está a resguardo de El Universal.

Caremis, mi maestro en el periodismo, fue un caraqueño singular, que casi desde la cuna ha dedicado la vida a la búsqueda de las raíces del pueblo caraqueño, con apasionada dedicación y el propósito de preservarlas, cuidarlas y hacerlas comprensibles al aluvión que aglutina y forma las nuevas generaciones de caraqueños. 

Ha sio Carlos Eduardo uno de los pocos caraqueños preocupados en guardar los documentos de identidad de la ciudad; “Caremis” sabía que, poco a poco, como si se tratara de un arroyo imperceptible se nos escapa entre los dedos. Pedro Calimán fue uno de esos extrañísimos personajes que escapado delas páginas de la fantasía de los libros de Emilio Salgari se escondió en el desorden de la “Corototeca”. Él, Calimán, era un "coroto", entre todos el más valioso, vivo y animado en el desordenado desorden del archivo memoria. Innegable su origen hindú, aspecto de asceta pakistaní. Su piel olivácea era un pellejo pegado a sus huesos. Larguísima nariz y desdentada boca, fumador empedernido, conversador incontrolable, su manzana de Adán subía por el camino de su flaco cuello, como si de un termómetro se tratara, indicando con el mercurio de la nuez el calor de su permanente estado de enojo, que contrastaba con el pozo de bondad que tenía por corazón.

Calimán vivió enamorado de la tapa de un disco larga duración que tenía una foto de Raquelita Castaño, y perfumaba su vida con Flores de Galipán, música cañonera, pasodoble que bailaban los muchachos en los templetes de Carnaval y al son del que se gastaron muchas suelas de zapatos, cuando los cañoneros amenizaban los bailes callejeros de la ciudad. 

El Canciller de Hierro, guardián infranqueable de la “Corototeca”, se quejaba de la poca atención que el venezolano le daba a sus valores.

–Fíjate, repetía constantemente, lo que significan los artistas para los mexicanos. Hay que ver lo que es María Félix, María Bonita, María del alma, una mujer que además de su belleza y personalidad goza del fervor incondicional de un pueblo, que la venera como diosa. Al referirse Calimán a María Félix, “Caremis” recordó que la empresa de la Monumental de Valencia, administrada por Manuel Martínez Flamerique “Chopera” y su socio en Venezuela, Sebastián González Regalado, había contratado una corrida de Mario Moreno “Cantinflas” para la Feria de la Naranja en noviembre.

– ¿No te gustaría hacer un reportaje desde México, con el propio Mario Moreno “Cantinflas” embarcando la corrida en su ganadería?

Fuimos a ver a Sebastián González Regalado en sus oficinas de la Calle Negrín, en Sabana Grande. A Sebastián no le cayó muy bien la proposición de “Caremis”, que yo fuera a México para hacer un reportaje de Cantinflas ganadero. Sabía, por experiencia, que estas cosas de traer las corridas de toros del extranjero había que hacerlas sin mucho ruido evitando lo imprevisto, los imponderables, inoportuna difusión y, en especial, el testimonio de los periodistas. Además, Sebastián no sabía quién era yo, no me conocía, ignoraba cuál era mi verdadero propósito de viajar en el avión en el que viajarían los toros. Sin embargo Sebastián González no me cerró las puertas, como hubiera aconsejado la prudencia, más bien indicó la fecha aproximada del apartado de los toros en el campo y me dijo que aún no sabía cómo ni cuándo los embarcaría, porque que además de la corrida de Moreno Reyes habían otros encierros que se iban a lidiar en la Feria de Valencia.

Salí un poco desorientado de la entrevista con Sebastián González, ya que no se concretó nada del viaje en el avión que buscaría las corridas para Feria de la Naranja de Valencia. Aunque seguía decidido ir a México. No era cualquier cosa tener la oportunidad para entrevistar a Mario Moreno “Cantinflas”, como ganadero de reses bravas.

Sin otro contacto que el teléfono de Antonio Velásquez y las señas de Rafael Báez marché a México en un vuelo de Viasa. Ochocientos treinta y dos bolívares, ida y vuelta a Ciudad de México. En el Aeropuerto Internacional “Benito Juárez” de la gran ciudad, me esperaba Carlos Málaga “El Sol”, convaleciente de una fractura en el brazo derecho. Esa misma tarde luego de comernos unos tacos muy picosos a la vera de un costado de la Monumental, cuyo fuego apagamos con unas cervezas, fuimos en compañía de Rafael Velásquez, hijo menor de Antonio a la Plaza México.

 

La novillada tenía como base del cartel a Alfredo Acosta, hasta ese día el triunfador de la temporada organizada por la empresa del doctor Alfonso Gaona y el más destacado de los novilleros aquel año de 1969. Me impresionó el colosal coso. Ver la plaza, sentirla, escucharla fue una impresión inolvidable. Aquel día inicié mi romance con la mole de concreto, con ese hueco ruidoso que es el “Embudo de Insurgentes”, la plaza más grande del mundo, la que me dio un extraño aliento y se hizo mi gran amiga desde el primer momento.  Amigos seríamos, porque en sus entrañas, recreándome con su historia, comprendería mucho el laberinto de la fiesta de los toros, porque así fue que todo comenzó..

1 comentario:

  1. Una maravilla, Maestro. Por otra parte con la forma del "thriller". Chandler y Hammett no lo escribirían mejor.
    Gracias

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