Fragmentos de la inteligente carta de Tomás Segovia a un amigo taurófilo
La letanía de prejuicios, condenas y peticiones de prohibición a cargo de antitaurinos, animalistas, globalistas y otras soñadoras cofradías, tan desinformadas como seguidoras del pensamiento único de Washington y sus aliados, en esa reconquista del mundo con las armas de la tecnología, la desinformación y las finanzas, encuentra el campo despejado porque taurinos y taurófilos subestiman los pobres argumentos de posturas tan demagógicas como insostenibles, pero avaladas por unos partidos políticos decadentes preocupados de no molestar la postura del imperio ni de perder votantes falsamente compasivos.
En noviembre de 1993 apareció en la revista Vuelta un espléndido ensayo del poeta hispano-mexicano Tomás Segovia (Valencia, 1927–Ciudad de México, 2011), titulado escuetamente Amigo taurófilo. Transcribo algunas de sus lúcidas e intemporales reflexiones, alejadas de las estridencias de una posmodernidad que se pretende sensible al tomar el rábano de la realidad por las hojas de una fiesta de toros tan profunda e identitaria como descuidada y agredida por sus propios actores, casi tan colonizados y dependientes como los antitaurinos.
“Veo muy bien –decía Segovia a su privilegiado amigo– lo que tiene de ridículo, incluso de hipócrita, esa actitud sensiblera que se escandaliza de la muerte de un animal y las crueldades a las que se le somete. Incluso cuando ese escándalo no es sensiblero, sino auténticamente sensible, no deja de haber en tal actitud un gesto pudibundo del que es perfectamente sano desconfiar y ante el que uno mismo podría escandalizarse a su vez. Es lo que Hegel describe bajo la figura de ‘la Bella Alma’, que asume el papel de ofendida por el desorden del mundo e injustamente manchada por su bajeza para no mirar el desorden y la bajeza que ella misma produce”…
“Doy pues cabida –afirmaba más adelante el multipremiado autor– al consabido argumento de que lo que sucede en una plaza de toros es un juego de niños al lado de lo que sucede todos los días en el matadero de cualquier ciudad, en los laboratorios médicos, en los criaderos industrializados de gallinas o de conejos, para no hablar de las ciudades bombardeadas, de las poblaciones asesinadas, de los niños que mueren de hambre, de los desamparados perseguidos, de los miserables sometidos. Acepto también que hay alguna hipocresía en denunciar esas crueldades contra los animales, o las agresiones al medio ambiente en general, si no se denuncian antes las atrocidades contra la humanidad, si no se las combate activamente. En todo caso, dejando de lado esta última barbarie, parece claro que hay en estas otras denuncias, si no una hipocresía, al menos alguna incoherencia siempre que no esté uno dispuesto, no ya a renunciar personalmente a la carne, a la caza y por supuesto a las corridas de toros, sino a aceptar y aprobar la probable destrucción de la civilización humana…
“Las más tenues lecturas etnológicas o antropológicas bastan para mostrarnos la importancia tremenda del animal para el hombre… Los sacrificios de animales que han practicado siempre las sociedades arcaicas implican por supuesto alguna crueldad; pero cuando miramos a las sociedades donde esos sacrificios tienen sentido, ver ante todo esa crueldad es bastante superficial y hasta un poco signo de incultura. Es evidente que el sentido esencial de ese acto es el que indica su etimología: sacri-ficare, hacer sagrado o hacer un acto sagrado… El sacrificio es pues un verdadero homenaje al animal y un acto de reconciliación con él”… (Continuará)
Publicado en La Jornada
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