Decía Rafael de Paula que el Espíritu Santo no se aparece en televisión. Era la manera con que el diestro jerezano recelaba de las transmisiones. Y la herencia argumental que ha hecho suya José Tomás. Quien quiera verlo, que vaya a la plaza, tal como sucedió en Granada el sábado.
El dogmatismo proviene de la convicción del misterio: la tauromaquia es un rito de comunión. Y la forma absoluta de representarlo consiste en la concelebración de la plaza. Las cámaras tergiversan la ceremonia. La subjetividad del realizador tiraniza la experiencia.
El planteamiento discrimina a los espectadores que no pueden asistir a la arena, pero forma parte de la coherencia sacerdotal del torero madrileño. José Tomás “concede” a las televisiones tres minutos que sufragan el derecho a la información y se niega a que sus escasísimas actuaciones se trasladen a la pantalla. Tanto vale la regla para las cadenas generalistas privadas como para las públicas y hasta para las temáticas. Empezando por el Canal Toros de Movistar, cuyas cámaras han transmitido íntegramente las ferias de Valencia, Sevilla y Madrid, pero se resignan al apagón mediático que conllevan las actuaciones de José Tomás.
Hay que seguirlas por la radio o fiarse de la tradición oral, pero la concepción del misterio que caracteriza el josetomasismo se resiente de la irrupción de los teléfonos móviles. Había tantos en Granada como espectadores: 12.000 cámaras que escrutaban la “aparición” del maestro. Y que trasladaban a las redes sociales una crónica desmadejada y arbitraria del acontecimiento.
El aislamiento mediático curiosamente funciona como argumento de enorme repercusión. La actuación de José Tomás en Granada -seis orejas y un rabo- fue noticia de todos los telediarios. Repercutió más que ningún otro momento de la temporada, como si fuera una aparición trascendental.
Y solo podía seguirse la faena de JT en directo con la mediación de los smartphones. Proliferaron los vídeos en Twitter y en Facebook. Los aficionados ausentes se consolaban con una especie de transmisión asamblearia. Retazos de un toro. Muletazos de otro. Planos lejanos. Imágenes temblorosas. Un caos voluntarioso que terminaba ahuyentando al Espíritu Santo y que deteriora el esfuerzo con que José Tomás pretendía abstraerse de la dimensión audiovisual.
José Tomás no solo es el único torero del escalafón que abjura categóricamente de la televisión. Es además el único artista, el único “fenómeno” de trascendencia informativa en el mundo del espectáculo que rehúye las transmisiones y de cualquier dimensión material.
La excepcionalidad del caso abunda en su reputación de torero distinto e inevitable, pero la estrategia o las convicciones han subestimado la sociedad del Gran Hermano. Cada aficionado a los toros es una unidad móvil a poco que lleve consigo un móvil desarrollado. Muchos aficionados reunidos en Granada hacían un ejercicio de filantropía rompiendo el tabú mediático, mientras que otros aprovechaban la ocasión para presumir: yo estuve allí.
La mediatización de los espectadores llama a un ejercicio de reflexión. José Tomás ha rechazado ofertas millonarias para dejarse televisar. Recela del prime time, de la máxima exposición mediática, pero desconcierta que exponga los mismos recelos a los nichos de aficionados. El más reputado de ellos es el Canal Toros de Movistar. Y representan un público conocedor, erudito, minoritario -menos de 75.000 abonados-, al que José Tomás no debería temer.
Es más, la reputación de un realizador como Víctor Santamaría garantiza unos criterios de dramaturgia y de criterio estético capaces de convocar al Espíritu Santo, y en cualquier caso mejores de los que proporcionan el desorden de las capturas en las redes sociales.
La paradoja de José Tomás -hermético, reacio a las entrevistas- consiste en que constituye un gran fenómeno mediático habiendo abjurado de los medios de masas. El secreto es el secreto. Ha perfilado una carrera imponente, arrolladora. El problema del año 2019 es que el boca a boca se hace con el móvil.
Publicado en El País
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