Victoriano de la Serna,
la revolución del 'toreo intransitivo'
«Su toreo no tenía traspaso ni enseñanza posible. Para torear como La Serna había que ser La Serna», dijo Alameda. Su lance supuso un cataclismo como el de Juan Belmonte.
Un personaje único en la historia del toreo. Un artista genial. Un autodidacta que sintió la llamada del toreo mientras estudiaba Medicina. Sus inquietudes creativas le habían llevado a interesarse por el toro y por eso participó en un festival que respaldaba la iniciativa del rey Alfonso XIII de construir la Ciudad Universitaria en 1928. Victoriano de la Serna (Sepúlveda, 1908) se encontró a sí mismo cuando echó todo el capote por delante para torear a la verónica a aquel novillo que le cambiaría la vida. Una forma de entender el toreo de capa que revolucionó su tiempo y que, todavía hoy, impacta. Todo el vuelo del capote y todo el pecho del torero de frente, la figura erguida y atalonada. Las manos bajas en el hondo lance. La pureza máxima de la Edad de Plata del Toreo.
Dejó sus estudios en Medicina en cuarto de carrera, aunque ejerció durante la Guerra Civil como médico militar en Pamplona, para centrarse en el toro. Un 27 de agosto de 1931 se presentó en Las Ventas. Fue una conmoción. Su personal estilo capotero y su singular personalidad muletera le mostraron como un completo artista en aquella eclosión madrileña. Con 13 novilladas y apoderado por el Papa Negro, tomó la alternativa en octubre del mismo año en Madrid de manos de Félix Rodríguez y en presencia de Pepe Bienvenida.
La tardía vocación de Victoriano de la Serna no fue fruto de la necesidad como él mismo explicaba: «Yo no llegué al toreo por dinero ni por hambre ni tan siquiera por ansias de gloria. El toreo ha sido para mí una mística, la expresión de mi personalidad». Con esa filosofía interpretó un toreo improvisado. Marcial Lalandadecía que Victoriano toreaba «como los demás soñábamos el toreo».
Su verónica no se pareció a ninguna otra. Robert Ryan escribió en su libro El toreo de capa: «Hay hitos en el toreo por verónicas, lances que perduran con fuerza de mito, contados literalmente: las cuatro que en Madrid, en la primavera de 1932, consagraron a Victoriano de la Serna; cuatro que, en cuanto al asombro que causaron, tienen por paragón único las cinco sin enmendarse de Belmonte en 1913».
Pepe Ortiz, el gran creador mexicano, orfebre de suertes capoteras, las recordaba lustros después: «Vestía de plata, lo que acentuaba con su luz la verticalidad de su figura casi enfrentada con el toro (...) Tuvo Victoriano la extraordinaria virtud de eliminar de la verónica todo movimiento superfluo. Ejecutaba el lance muy por delante, moviendo únicamente los brazos y, después, ni ellos; en el último tiempo del lance tan sólo con la cintura». Aquella «atmósfera de milagro sobre la arena» fue la revolución. O lo que Pepe Alameda bautizó como el «toreo intransitivo». «Porque no tiene traspaso ni enseñanza posible, ya que para realizarlo, de nada vale el conocimiento de un mecanismo, se necesita el genio personal, la medida prodigiosa, intransferible, que permite quedarse ahí, sin modificar el terreno. Para torear como La Serna había que ser La Serna», sentenció Alameda en su imprescindible obra Los heterodoxos del toreo.
Su carrera estuvo marcada por su fuerte carácter. En 1936, en pleno conflicto por el convenio hispanomexicano, decidió encararse con el público de Madrid que reprochaba a los españoles que no toreasen con mexicanos. Victoriano de la Serna, para defender la honra de los nuestros, se enfrentó a la afición, se clavó de rodillas frente al toro de Clairac y citó para dejarse coger al grito de «¡Viva España!». Domingo Ortega y Manolo Bienvenida asistieron estupefactos a la escena.
En Villagarcía de Arosa vivió uno de los episodios más apasionantes de su vida. Rodeado de su cuadrilla tras la corrida fumaba tranquilo Victoriano de la Serna en el hall del hotel. Como atraído por una fuerza magnética se quedó imantado de una mirada que se reflejaba en un gran espejo y dijo: «Señores acabo de ver por primera vez a la mujer de mi vida». Una joven de origen turco e hija de un diplomático que veraneaba con su familia en Galicia: Virginia Ernst. Y se casó con ella. Tiempo después Victoriano consiguió comprar aquel espejo en el que se fraguó el amor. García Márquez se inspiró en esta historia real para hablar del espejo de Fermina Daza en El amor en tiempos del cólera. El espejo fue en verdad el de Virginia.
Como inspiradora fue para Ruano Llopis la faena que le brindó el 25 de julio de 1934 en Valencia. En ella nació el cuadro y el pase de las flores. O viceversa. Llopis inmortalizó el muletazo por la espalda con unas flores cayendo desde el tendido. Y el ramo dio nombre a la creación de La Serna. En aquella Feria de San Jaime toreó cuatro de las cinco corridas que componían el serial.
Como a tantas figuras, la Guerra Civil le partió la carrera. Se retiró en 1944. A Vicente Zabala, su yerno, le confesaba en el libro Hablan los viejos colosos del toreo: «No me hacía falta enseñar los tirantes para poder con los toros». A aquel toro indómito de los años 30 del siglo pasado. Marcial también reconocía que podía más de lo que se decía cuando estaba mal, en los picos bajos de su volcánica irregularidad.
El 22 de mayo de 1981 puso fin a su existencia por su propia mano. Siguió el camino de Belmonte. Sus preceptos en los ruedos y su despedida en la vida.
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