miércoles, 8 de agosto de 2018

TRAS LA HUELLA DE LA VERÓNICA DE MARIO CABRÉ Gonzalo Bienvenida

Mario Cabré, el torero de las supremas elegancias

En el fragor de esta redacción a la hora del cierre en día de corrida entra en juego la elección de la foto idónea que ilustre las páginas de toros de este periódico. Una ley no escrita obliga siempre a apostar por la imagen en la que se vea al torero de frente para que se le reconozca. La personalidad tan marcada de los toreros que protagonizan esta serie permite incumplir esa ley. Es el caso de Mario Cabré (Barcelona, 1916), que con toda su verticalidad aportó al toreo una verónica mágica, llena de desmayo, fruto de la inspiración fugaz ante el toro. El cuerpo yerto, como los brazos inertes, para conducir la embestida con singularidad inconfundible.

Una verónica que fue fruto de una personalidad distinta. Polifacética, rica. Marcada por una infancia humilde en una familia de actores teatrales. Su madre fue bailarina. Pronto nació en Cabré la inquietud por el mundo del espectáculo y dejó de estudiar muy joven. Sin embargo, con ocho años empezó a escribir. Especialmente atraído por la poesía, Cabré dedicó gran parte de su vida a expresarse a través de las letras.

Su primer libro llevó el título de Danza mortal. El prólogo lo firmó Jacinto Benavente, que admitía habitualmente con cierta picardía que «más que los toros, me gustan los toreros». En aquellas líneas se refiere a Mario Cabré como «un poeta que sabe torear». Publicó una veintena de libros de poemas, siempre en castellano, y obtuvo el Premio Ciudad de Barcelona de poesía en 1972 por el poemario titulado Marramos.

Mario Cabré fue un seductor. Dedicó su vida a muchas actividades artísticas, todas ellas prueba de una fina sensibilidad. El toreo apareció en la vida del catalán como una forma más de expresar su sentimiento. Se anunció en sus inicios como Cabrerito. Fue un torero elegante, pulcro, valiente, dominador, de buena escuela. Tras varios éxitos como novillero, tomó la alternativa de manos de Domingo Ortega en la Maestranza de Sevilla en 1943.

Los viejos taurinos dicen que el toro es muy celoso. Que exige toda la concentración del torero. Que sabe si la noche anterior uno ha estado de juerga o si ha estado pensando en la mujer de la madrugada. Por eso, Mario Cabré no fue figura del toreo. Sus múltiples ocupaciones no le permitieron centrarse del todo en el toro. Sus tardes más importantes fueron en Barcelona, en su plaza. Tuvo varias idas y venidas silenciosas. Algunas cornadas graves que mermaron sus facultades, dos de ellas durante el rodaje de las películas El centauro -en la legendaria finca sevillana de El Toruño- y La mujer, el toro y el torero-en la plaza de Aranjuez. Se despidió de aquel ruedo una tarde de 1960 alternando con Antonio Bienvenida, Joaquín Bernadó y José María Clavel. Los críticos catalanes se refirieron a él como el torero de las «supremas elegancias». Por su forma de estar en la plaza, por sus destellos de torería, por su delicado trato en la calle.

Interpretó en un sinfín de ocasiones el papel de Don Juan Tenorio. Tanto que se convirtió en un donjuán en la realidad. Se le relacionó con actrices de la belleza de la canadiense Yvonne de Carlo, de la griega Irene Papas, Ángela Tamayo y especialmente con Ava Gardner, quien fue su perdición. Albert Lewin le dio un papel en la película Pandora y el holandés errante (1951). En el rodaje, el torero se enamoró locamente de Ava, quien en su autobiografía reconoce el idilio pero como un affaire sin importancia. Un capricho circunstancial que la prensa del momento y el propio matador sobredimensionaron. Tan sonado fue el amoroso encuentro que Frank Sinatra en pleno ataque de celos voló a España a por su mujer. Mario Cabré reconoció con dignidad la derrota, cuando unos meses más adelante fue a Londres en busca de su amor huido. No consiguió estar con ella y así, de vuelta, declaró a los medios que le preguntaron por su desencuentro: «Soy un caballero español y jamás le reprocharé nada».

Fue un hombre apuesto, distinguido, culto, lleno de inquietudes. Polifacético en toda la extensión del concepto. Participó en más de 20 películas. Se atrevió a hacer cine de vanguardia con Pere Portabella en el extraño filme Nocturno 29 (1968) con Lucía Bosé y Antonio Saura. Destacó también en la cinta policiaca Trampa Mortal (Antonio Santillán, 1966).
También tuvo un papel relevante en la historia de la pequeña pantalla ya que fue una de las primeras estrellas de la televisión española. Presentó algunos programas de éxito como Reina por un día a mediados de los años 60. Supo combinar su faceta de caballero elegante con la de torero carismático. Arrolló con su carácter hasta que en 1974 padeció una hemiplejía que le dejo medio cuerpo paralizado. Falleció solo en Barcelona, cerca de la calle Aribau que le vio nacer. Tenía 73 años. Un triste final a una vida vertiginosa, llena de apasionantes y diversas aventuras. La huella de su inconfundible verónica jamás podrá ser borrada por el tiempo.

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