Una marabunta meció a hombros al riojano a paso de procesión. Como había cuajado a 'Gaiterito' en la faena cumbre de la Aste Nagusia. Bordó el toreo y cortó tres orejas como reivindicación.
Cumplía Diego Urdiales su tercera corrida de la temporada. Una en Arnedo, otra en Alfaro y de ahí a Bilbao. Ya ves. Así está esto. Anunciado con Enrique Ponce y El Juli, a sus 19 años de alternativa, cerraba cartel; 67 años como matadores entre los tres y 12 puertas grandes en Vista Alegre. 12 más una desde este sábado...
Al poco de arrancar la corrida hubo una noticia: ¡un quite a la verónica! ¡Y con compás! Sí, claro, lo han adivinado: era Diego Urdiales. Fueron cuatro lances de clásico dibujo. De torear con el pecho. De hermosa compaña. El castaño de Alcurrucén, de finas puntas y finos cabos, que se abría mucho por el izquierdo, permitió a Urdiales preñar el aire de clasicismo. Como respuesta a los faroles de El Juli, en su toro, no estuvo mal. No hubo caso para Julián con la embestida tan prontamente parada.
Y volvió a sonar la hora de Diego. Tonadillo repetía nombre en la corrida de los Lozano. Como el primero de Ponce. Sólo que aquél no dijo nada con su noblón y contado celo sin descolgar. Y éste venía con la casta fuerte de Núñez. Una bravura recta no enseñada hasta entonces. Pero en la recortada muletita del riojano atacó con riñones. Urdiales se dobló toreramente y enseguida se puso. Y sobre la mano derecha giraba sólo los talones, cambiando un pie por otro, para torear con sabor añejo. Y tragar. Y embrocarse con la pureza. Que hacia bramar a los tendidos. Las ventajas para el toro. Que se comía el engaño. Y parecía necesitar mando mayor. ¿No habíamos quedado que tanto gobierno mataba la emoción? Aquellas series de redondos marcaron huella. Como el pase de pecho a mano cambiada. A la hombrera contraria. Tal cual se daban antiguamente. La fluidez por la izquierda cortucircuitó. Un natural quizá. Como flor de un día. El ritmo inconexo. No era fácil aguantar la acometida. Y en redondo volvió a cobrar vida. Una trinchera como un cartel de toros. Y la forma de meterse y andar y cerrar desprendió torería. Un estoconazo algo contrario, la muerte retardada y la oreja que refrendaba su viejo hacer.
"¿Es verdad que cuando toreas se te para el corazón?", le escribió Corrochano a Curro Puya. A Diego Urdiales se le paró en el crepúsculo de la tarde. El último de Alcurrucén, Gaiterito, traía en sus armónicas hechuras la justicia poética. La clase excelsa para que Diego durmiese el toreo en un gozo, en un sueño, eterno. La naturalidad, el encaje, torear a los vuelos, la lentitud de un reloj de arena en las muñecas. Rotaba Urdiales con una pesada ingravidez. Los derechazos mecían a Gaiterito. Que le susurraba la inspiración en los flecos: "Detén el tiempo en tus manos". Y Diego lo detenía, sostenido el palillo de la muleta en las yemas de los dedos. Las que acariciaron los naturales más despaciosos que se recuerden en una semana. Corría por sus venas el alboroto de una brisa olvidada. Ese repente de la belleza. Cuando el aire se hace transparente. Y una torrentera de oles afónicos caía como un solo sombrero a sus pies. Que posaba sin pisar la negra arena de Bilbao. La seda en la cuidad del hierro. Sublimaba la exquisitez del núñez en la continua rima del toreo al natural que conectaba con otras épocas: "Yo he visto todas las noches en tu cintura, a todos los cantes cantar en tu figura, y a todas las lunas calladas, ecos de tu amargura".
No había fin y había que terminar. A la coda de sutiles redondos le siguió una concatenación de trincherillas. Y un cambio de mano, puede que antes, puede que después, que aún revolotea en el ruedo ferruginoso. Un pinchazo sonó como un lamento tumultuoso. La estocada devolvió la alegría. Vista Alegre era una grillera. Un manicomio de cuerdos. Las dos orejas descerrajaban la puerta grande. Como reivindicación contra un sistema perverso y pervertido. O viceversa. A Gaiteritouna ovación le acompañó en el arrastre. El toro soñado sobre el que Urdiales levantó su monumento.
El único cinqueño de la corrida se partió una vaina en el caballo. Saltó el sobrero del mismo hierro inútil. Y al final el berrendo escondido como último reserva, un tío envuelto en tan peculiar capa, calcetero, lucero, armado de pavorosas perchas, le tocó al Juli. Como quinto ter. Y no era la testa lo más temible, sino el vino agriado de su honda bodega. Un mal trago. Siempre al paso y detrás de la mata, incierto y tenebroso por el izquierdo, le exigió a Julián el carnet y la raza. Un esfuerzo ímprobo. Incluso por la mano más amable -la derecha- había que pasar su mansedumbre avinagrada. Un quinario. Cuando se sintió podido el alcurrucén, soltó su instinto en coces y huidas. La espada se encasquilló como la escopeta del bueno de la película cuando ya tiene encarado al malo. Una estocada baja no frenó la ovación de Bilbao. Que supo valorar la cicuta bebida.
Ponce se había inventado faena sobre la bondad del cuarto. Entre las rayas y a favor del toro de contados fondo y humillación. La espada no funcionó.
Una marabunta meció a hombros a Diego Urdiales a paso de procesión. Que es el ritmo de su toreo.
ALCURRUCÉN | Ponce, El Juli y Diego Urdiales.
Plaza de Vista Alegre. Sábado, 25 de agosto de 2018. Octava de feria. Tres cuartos de entrada. Toros de Alcurrucén, incluidos dos sobreros (5º bis, que sustituyó al único cinqueño, y 5º ter); entipados, serios; encastado el 3º; noblón y de escaso celo el 1º; parado el 2º; noble sin descolgar ni durar el 4º; de extraordinaria clase el 6º.
Enrique Ponce, de rioja y oro. Pinchazo, metisaca, pinchazo y estocada atravesada y suelta. Aviso (silencio). En el cuarto, pinchazo, pinchazo hondo trasero y descabello. Aviso (saludos).
El Juli, de azul marino y oro. Estocada trasera, rinconera y perpendicular (palmas). En el quinto, dos pinchazos y estocada baja. Aviso (saludos).
Diego Urdiales, de verde oliva y oro. Estocada contraria. Aviso (oreja). En el sexto, pinchazo y estocada. Aviso (dos orejas). Salió por la puerta grande.
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