Un tremendo Roca Rey y Matías, al rescate de Bilbao
Puerta grande para el terremoto peruano. Que levanta a última hora la tarde con una vibrante faena al toro más encastado de una corrida de Victoriano del Río falta de raza y de cuestionable y desigual presencia
Recaía sobre Andrés Roca Rey la responsabilidad del cartel. Del tirón y el apuntalamiento de la entrada con el boquete de la baja Cayetano y su sustitución por José Garrido. La posibilidad de devolución como grieta en el muro del torero más taquillero de la temporada. Como demuestran los índices de asistencia feria a feria. La fragilidad de Bilbao y el pesimismo de tres días consecutivos de misérrimo juego ganadero pesaban en la atmósfera. La preocupación generalizada y la imperiosa necesidad de remontada flotaban en el ambiente. El día gris plomizo y la amenaza perpetua de lluvia no ayudaban. Y, sin embargo, para como están las cosas, puede afirmarse que RR fue dique de contención. Y manifiesta mejora respecto a las jornadas anteriores. Desde su presencia el martes, la segunda mejor entrada. Una proeza en solitario.
Y al final la tarde fue suya de principio a fin. Un apoteósico the end con el empujoncito último de Matías. Cuando Vista Alegre se cubría de pañuelos a la muerte del último toro de Victoriano del Río -¡ay, que pasamos de Juanón a Juanín en 24 horas!-, el presidente perpetuo de Bilbao sacó los suyos a la vez. Ese gesto cesarista que para los que se la lían en papel de fumar será exagerado. Y puede. Pero Roca Rey estuvo tremendo. Y esta plaza necesitaba el boca a boca con urgencia.
Cuando amagó con rajarse el burraquito de lavada expresión de Victoriano, un ¡ohhh! desolador recorrió los tendidos: no había hecho más que arrancar la faena, el último cartucho, de RR por estatuarios. La gente se había calentado en el quite de quietud monolítica por saltilleras cambiadas. El jarro de agua fría hubiera sido una castración química. De pronto, como si la muleta del terremoto peruano escondiese un imán, y el fondo del toro una reserva recóndita de casta, Despreciado se estiró en pos de los vuelos. La izquierda puesta y ofrecida, las zapatillas enterradas, el sitio clavado. Ese sitio. Y la faena despegó como un misil tierra-tierra. La transmisión de tanta verdad fascinó. Por el embroque, por las embestidas incenciadas pasándole por los muslos, por su zurda arrastrada, por su derecha dictatorial. Rugía la plaza como no lo ha hecho en siete días con sus noches. Las bernadinas a pecho ofrecido, el descaro, la arrogancia. En perpendicular o en paralelo a tablas, donde ya el toro quería morir ante la bestia. Un pinchazo y la estocada del Condór hasta los gavilanes. La locura desatada. Como el incendio. Y Matías que no jugó a bombero.
La figura juncal y plateada de Roca Rey había centrado todas las miradas. Los lances a pies juntos iluminaron la hechurada lámina del tercero. Tocado arriba de pitones y astifino. Como es habitual en él -al margen de que el toro se escupió del caballo-, apenas lo castigó. Su buena condición en los vuelos de los capotes prometía. El quite misceláneo -por chicuelinas, tafalleras, una cordobina- desembocó en una media verónica de hermoso vuelo. La revolera como rúbrica prendió la pasión. Como la obertura de faena de la estatua. Los explosivos péndulos, el lío en un palmo de terreno, fluyó hacía un pase de pecho de lenta ejecución. El toreo brotó en su mano poderosísima diestra. Dos series sensacionales -de un trazo curvo que no hubo otras con un calado tan hondo en la memoria, ni siquiera en la catarsis posterior-, supusieron una exigencia brutal para el toro. Tanto, que el buen fondo se fundió en la intensidad ligada del peruano. Las prestaciones disminuyeron pidiendo árnica. O casi. Desde ahí el torero hubo que poner lo que faltaba. Para cuando presentó la izquierda, el toro ya quería irse. A base de la cabal colocación apuró todo, y quizá por demás, lo que quedaba. Con el ansia desbocada de triunfo. Hasta el arrimón de postre con el enemigo aculado en tablas. Al hilo de las mismas hundió media estocada en su sitio. La necesidad del descabello redujo la petición a leve. Y la recompensa no pasó del tercio.
La corrida de Victoriano del Río estuvo en la antípodas de El Parralejo. Y eso tampoco es. Estrenó el envío un toro con un toque Atanasio. Por fuera y por dentro. Recogido de cara y largo. Generoso el cuello. Más que el empleo en el caballo: cinco veces se escupió. Entonces en el peto y luego en capotes, no parecía humillar. Y manseaba. Pero descolgó en las trincherillas y recortes por bajo que siguieron a la apertura de faena de Sebastián Castella. Que principió por alto y agarrado a tablas. Castella propuso su tersa derecha a la noble y humillada condición. Y ligó los largos trazos con la muleta siempre puesta. Mosqueó un seco derrote al rostro en mitad de la tanda de naturales. Un espejismo siniestro. El toro continuó con su pacífico fondo. Con sus prolongados viajes en el dibujo lineal y templado del concepto castellista. Abriéndose con un paso más en el profuso regreso a la izquierda. Que supo esperar un tempo. Los doblones como coda. Y un pinchazo y una estocada defectuosa frío final para una obra que no se acabó de calentar. Un aviso y una ovación para la reseña.
A la puerta de toriles acudió José Garrido. Como una exhalación salió el toro. Que en la caída del salto de la primera raya de picar quedó despanzurrado. Totalmente descoordinado. No restañó la mala fortuna de Garrido el bastote sobrero de Encinagrande. Que se soltó en varas, mugió en banderillas y se rajó tan pronto como pudo.
O en Bilbao se le ha perdido el pulso al toro. O aquí se pasa un día de Juanón a Juanín. Que ya está escrito. El cuarto por estrecho y sacudido de carnes y el quinto por su impresentable cabeza se hacían impropios. Con la casta en mínimos aquél -se rajó en un suspiro- y sin poder éste pese a sus buenas intenciones, cumplieron el expediente Castella y Garrido.
Quien cumplió con su aurea de fenómeno fue Roca Rey. Que abandonó Vista Alegre a hombros en su enésima conquista.
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