El valenciano corta una oreja y el peruano sale a hombros en una variada corrida de Victoriano en San Sebastián; la tarde había quedado en mano a mano por la baja a última hora de Cayetano tras el percance de Pontevedra
La caída del cartel de Cayetano, por lesión, propicia el mano a mano de Ponce y Roca Rey: «dos baluartes del arte del toreo», según la Infanta Doña Elena, que asiste, con Don Juan Carlos. Alegra ver Illumbe con una gran entrada. Los toros de Victoriano del Río dan buen juego. Roca sale a hombros, con tres orejas; Ponce pincha una faena extraordinaria. Los dos están en la cumbre, en dos estilos muy distintos: la suave brisa y el huracán, que deleitan e impresionan.
Vive Ponce una asombrosa segunda juventud. Brinda el primero a Don Juan Carlos y «por una España grande y siempre unida». Liga muletazos suaves y templados a un toro noble pero con poca chispa; destacan los naturales solemnes, mandones. Faena pulcra, de maestro, rematada con estocada desprendida y descabello. El presidente no accede a la clamorosa petición. El tercero protesta, no pasa: le va enseñando a embestir, le demuestra quién manda, jugándosela de verdad. A su habitual maestría ha unido esta vez el valor sereno, auténtico. En el quinto, se luce con el capote. Los doblones por bajo son primorosos; los naturales, largos, plenos de armonía. Se lo enrosca a la cintura con suavidad y mando. Improvisa, en los remates. Una obra de arte completa, que aclama el público, puesto en pie. Mata a la segunda y se queda en una oreja (la faena era de rabo).
La temporada de Roca Rey está siendo arrolladora. Lesionado el segundo en el caballo, se corre turno. Saluda Iván García por dos grandes pares. Brinda Roca a Don Juan Carlos «por usted, por el Perú, por España y por la tauromaquia». El toro queda corto; Andrés manda, pasa momentos de apuro, se pega un arrimón, en tablas, que impresiona, y mata con decisión: oreja. El cuarto embiste largo, con clase. Comienza con el cambiado de rodillas y buenos derechazos: clamor. Siguen los muletazos templados y mandones; en otro cambiado, sufre un pitonazo en el glúteo. Faena completa, rematada por otra gran estocada: dos orejas. Ya tiene la puerta grande. En el sobrero último, saluda Juan José Domínguez; Roca impone su mando en muletazos de mano baja, hasta que el toro se raja.
El 13 de agosto de 1958, titulaba Cañabate, en ABC, su crónica de la corrida de San Sebastián: «Y, en la Plaza, se hace el silencio». Era el silencio de la ilusión, de la esperanza, cuando llamaba al toro Antonio Ordóñez. Elogiaba el escritor «el buen gusto del público de San Sebastián, público muy mezclado, con aficionados procedentes de buena parte de España… ‘¡Aún hay patria, Veremundo!’, que decía el gran poeta Manuel José Quintana. Aún hay aficionados que esperan con ansia el toreo clásico, el toreo puro…» Esta tarde, sesenta años después, he sentido yo la misma emoción, al advertir el silencio, antes del júbilo, que ha suscitado el toreo clásico, el toreo puro de Enrique Ponce, y el clamor que ha levantado la arrebatada entrega de Andrés Roca Rey.
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