Bilbao:
el imposible arte de torear sin toro
Los flojísimos toros de Núñez del Cuvillo dan al traste con una tarde de grandes expectativas |
Por fin vemos poblados los tendidos de Vista Alegre! Han llegado las figuras, naturalmente: lo único que atrae al gran público (a veces, ni aún así); mejor, si son carne de la «prensa rosa». Lamentablemente, el gran público «pasa» de cómo son los toros. ¡Cuántas veces escucho a un vecino preguntar por lo que considera una «minucia», de quién son los toros de esa tarde! Ése es el nivel actual de la afición… Por mucho que algunos nos quejemos de los toros suaves, dóciles, manejables, no sirve de nada: sin esos toros, las figuras no torean; y, sin figuras, la entrada es pobre. ¿Qué puede hacer el empresario, para no arruinarse?
También es real la otra cara de la moneda: las figuras lo son porque se lo han ganado; podrían perfectamente enfrentarse a toros más encastados pero les resulta más cómodo no hacerlo y el público no se lo exige. Todo sigue igual.
Los toros de Núñez del Cuvillo, muy flojos y descastados, dan al traste con todas las ilusiones que había despertado un gran cartel de toreros.
Ponce ha toreado ya 66 tardes en Bilbao. Su «eterna juventud» es un caso insólito: sigue realizando grandes faenas, casi siempre. Encarna, esta tarde, los versos del bilbaíno Javier de Bengoechea: «Soy, por antigüedad, primer espada,/ de azul y oro el corazón vestido». Devuelto el inválido primero, también flaquea el sobrero: lo cuida en el capote, muletea templado y, aún así, en la segunda serie ya se derrumba. ¡Qué pena! (¿Qué dicen ahora los que han censurado la corrida de Torrestrella?). Sólo puede matarlo, con facilidad. ¡Lamentable!
La realidad es que Manzanares no ha alcanzado todavía su gran nivel, esta temporada. ¿Tema físico o mental? Lo ignoro. También su señor padre (no sólo Homero, como reza el adagio) dormitaba, a veces. El segundo toro también flaquea mucho, queda sin picar; lo mantienen, a pesar de las protestas. Muletea con suavidad, sin obligarlo, y, pese a su innata elegancia, todo se diluye. Mata bien y todo queda en nada.
Despiertísimo anda, en cambio, Roca Rey, el gran fenómeno popular, ahora mismo. El tercero sale claudicante, como la montaña que vió Gónora y que «ha tantos siglos que se viene abajo». Andrés se ha limitado a suaves delantales, con el capote, para que no se caiga. Al tercer muletazo ya está el toro en el suelo. Ni el valor ni los pases cambiados valen mucho, si el toro es una ruina andante. Todo queda en un simulacro, aunque se aplauda y suene la música. Mata a la segunda y saluda: si la gente se contenta con eso, no pueden quejarse.
El cuarto es flojo y suelto. Ponce lo brinda: ¿aguantará? La pregunta repetida, toda la tarde. No se derrumba, permite que Ponce lo imante en la muleta, con suavidad y sabiduría, se invente la faena. Mata con decisión, saliendo trompicado, pero falla con el descabello. Ha demostrado su gran momento pero, para una gran faena, necesita más toro.
El quinto embiste a saltitos, como si tuviera el tembleque. Manzanares ve pronto que no puede lucirse y corta. Mata a la segunda: «rián de rián», decía el castizo.
El sexto mansea, intenta saltar la barrera, huye, tampoco lo pican, la lidia es mala; no se deja torear con el capote. Los estatuarios no son la forma de sujetar a un toro huido. Andrés está firme pero el toro se raja a tablas. Se le va la mano con la espada: triste final de una triste corrida. ¡Qué lejos, todo, del hermoso espectáculo de un toro bravo!
Torear sin toros es un imposible, una contradicción. Buscando la comodidad, en las reses que eligen, las figuras se ponen en el filo de la navaja: a veces, caen. Cuando los toros no tienen fuerza ni casta, la Fiesta entera se derrumba. ¿Hasta cuándo tendremos que repetirlo?
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