Por Sergio Martín del Campo.
Nada extraño fue lo sucedido con el ganado. Los amos de San Isidrodesencajonaron un encierro muy bien presentado, hermosos de hechuras, con cuajo, buenos pesebres, edad y trapío, pero con el infaltable sello de la casa: falta total de casta y bravura.
Esta condición del aún llamado ganado de lidia, impuesta por los que figuran y ordenan, seguida por los sumisos y replegados al sistema, casi manda la primera corrida de toros del serial sanmarqueño al contenedor del olvido, el tedio y la abulia. Ninguno de los seis toros corridos salvó de la deshonra los colores de la divisa aguascalentense.
Como el público espera “enloquecer” con lo que hacen los abusivos espadas extranjeros, se “guardó” para carteles posteriores y el coso Monumental de Alberto Bailleres apenas se marcó un punto más que el cuarto de entrada. Si el andamiaje mexicano llamado taurino no fuera soberbio, irreflexivo e inflexible y si, por lo contrario, pensante, sensible y reflexivo, lo que aún llamamos patria tendría cuatro o cinco figurones de rango internacional. M
Jerónimo, miembro de una generación de toreros a la que prometió “Rafail” Herrerías desaparecer, fue desaprovechado y marginado por las empresas cuando pasaba sus mejores años. Pero como el toreo también es de milagros, hoy el inspirado coletudo está más asolerado que nunca y sigue emocionando con su forma de practicar la tauromaquia, por momentos inexplicable. Oro puro mexicano su interpretación del “Arte de Cuchares”. En él se mezcla personalidad, empaque, profundidad y otras virtudes que aún no encuentran calificativo, todo con un sello distinto al de los demás.
A modo de unos lances de los de él abrió su participación el poblano (palmas y vuelta tras petición), continuando, ya muleta en manos, con una faena medida, calibrada y, sobre todo, envigada con pincelazos de colores mexicanos, de ese toreo nostálgico, sentimental y hondo, poniéndose encima de un toro con el ya acotado e imborrable distintivo de la casa: pastueño, soso y descastado, aunque con buen estilo y al que mató, en desgraciada hora, de un bajonazo. Inspirado salió a dar cara a su segundo, ofreciendo variedad al manejar el capote, y en acto seguido se abrió el corazón, lo dejó al descubierto y, así, en estado de arte mexicano y exótico, ruecó una faena de naturales y adornos tan intensos que valieron por toda la vida. Ello teniendo delante a un formidable rajado al que despachó tras una estocada caída. Que si el cornipaso le hubiera empujado otro poco, el cotarro se habría ido directamente al manicomio. Ahí quedaron sus muletazos aromáticos, mismos que fueron acompañados con oles ensordecedores y salidos de lo más oscuro de la entraña del público…
El segundo burel se portó como cabal descastado durante los primeros tercios, y contra todo pronóstico, algo admitió el toreo de muleta yendo a ella con nobleza de asno, condición que el de Aguascalientes, Fabián Barba (oreja y vuelta al ruedo), comprendió formando un trasteo seco y vehemente, de modesto calado entre el respetable, pero, eso sí, extraordinariamente rematado con el estoque. El salido en el turno de honor, por si quedara duda, apuntaló la tesitura del encierro. Fue prácticamente un marmolillo sin gracia alguna, y ante eso la labor obstinada del diestro casi se fue en vació. Finalmente se dobló oportunamente con torería, diligencia que se le agradeció, para luego realizar una estocada desprendida y tendida, aunque eficaz.
José Garrido (humildes palmas en ambos) es un torero desalmado, muy a pesar de su buen gusto. Las dos intervenciones, aparentemente tesoneras, resultaron huecas. Nada dice el ibérico y por su puesto no justificó que su nombre fuera impreso en el primer cartel de la feria. Hay alguien, o algunos, que evitan al precio que sea la variedad, el desarrollo y evolución del espectáculo y la competitividad.
En México tenemos no uno, si no varios diestros de torera entraña y de altos alcances artísticos que sin embargo fueron desairados para este serial…
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