¿Ha llegado la Fiesta
de los toros a
su final ?
por François Zumbiehl
Publicado en 6 Toros 6
Tenemos
que asumir la ambigüedad de tal pregunta. Puede en efecto suponer que, por
motivos internos y externos, la corrida está a punto de desaparecer, o, por el
contrario, que su evolución le ha hecho llegar al nec plus utra ; en otras palabras, que va encaminada a la sima o a la cima.
Empecemos
por la vertiente positiva. La corrida en su forma actual nace con el Siglo de
las Luces, el de la modernidad. Con las debidas matizaciones significa
basicamente la toma del poder por el pueblo en la Fiesta. Los de a pie, antes
peones y lacayos de los caballeros en el espectáculo, se convierten en los
protagonistas. Los hombres vestidos de luces – nunca mejor dicho - bajo el impulso de Costillares en el siglo XVIII, y de Paquiro en el XIX, imponen al traje tradicional plebeyo la plata y
más adelante el oro reservado a los caballeros y luego heredado por los picadores
en sus chaquetillas. Durante el mismo período la técnica taurina y el
espectáculo se racionalizan con nuevos códigos y reglas especificados en los
tratados de Pepe Hillo (1796) y de
Francisco Montes Paquiro (1836), este
último estableciendo los tres tercios y el protagonismo definitivo del espada
como jefe de lidia. Se eliminan ciertos episodios a medida que el transcurrir
del tiempo los cataloga como esperpénticos : suerte de perros, banderillas
de fuego, caballos destripados por falta de protección…
Por
otra parte desde el final del siglo XVIII el toreo se convierte en un arte cada
vez más logrado. Ya, con el predominio del toreo andaluz, Pedro Romero
manifiesta cierta preocupación por el temple y Pepe Hillo por la gracia. Dicen que Curro Cúchares fue el primero en hacer que la muleta, llevada en la mano
derecha, se utilizara para dibujar pases y
dejara de ser una simple herramienta para realizar la suerte de matar, y
que por eso el arte del toreo lleva su nombre. Sin embargo la verdadera
revolución estética llega a principios del siglo XX con la llamada Era de Oro
protagonizada por Joselito y
Belmonte. El toreo se fundamenta en el movimiento controlado de los brazos y ya
no en la movilidad de las piernas, los terrenos del hombre y del toro se
acercan, las curvas que prolongan los pases sustituyen las líneas rectas
mientras se exige mayor lentitud. Se inventa una auténtica ligazón, que
desemboca en series de varios pases, con Chicuelo
y su histórica faena al toro Corchaito
(1928). Manolete con su forma de
adelantarse hacia el pitón contrario para provocar la embestida, y de
aguantarla quedándose quieto logra cuajar un porcentaje mucho mayor de faenas.
Paco Ojeda desarrolla un toreo laberíntico con sus inverosímiles ligazones de
pases en un espacio tremendamente reducido. Al mismo tiempo los ganaderos
revisan los criterios de selección de las reses bravas para que se adapten a
las nuevas exigencias estéticas del toreo, en particular para que embistan
humillando los engaños y repitan sus embestidas acudiendo a los cites con
prontitud. Bajo estos criterios se impone la casta Vistahermosa y dentro de ella
el encaste Parladé bajo la batuta de verdaderos magos de la ganadería brava
como Ramón Mora-Figueroa, el Conde de la Corte y los Domecq.
¿Se
ha pasado la Fiesta al tratar de alcanzar su perfección ? Tal vez. De
hecho casi todas las críticas coinciden al observar que el espectáculo actual
ha perdido buena parte de su emoción, la que despierta la combinación
equilibrada de la emoción estética con la evidencia de la lidia y del peligro.
Puede que tenga algún fundamento la frase consabida de que « hoy se torea
mejor que nunca » si observamos detenidamente los documentos fílmicos que
reproducen las actuaciones de maestros, no tan lejanos, que han hecho
historia : Manolete, Pepe Luis Vázquez, Rafael Ortega, Ordóñez… Sus faenas y dentro
de ellas las series son menos largas, ellos cambian a menudo el terreno, en los
pases no es raro que las muletas queden enganchadas, lo que enfriraría mucho
los ánimos hoy en día. Sin embargo si uno se fija en el público que las
contemplaba puede notar que reaccionaba con mucha fuerza. ¿qué pasaba ?
Pues que los toros en aquellos años, a pesar de ser más chicos, tenían más
movilidad y empuje y menos docilidad. Los toreros, sin hablar de su arte y de
su personalidad específica, demostraban dos cualidades que según el maestro
Jaime Ostos se han enrarecido por no ser tan imprescindibles : el sentido
de la lidia que debería ser el andamio sobre el que se edifica la obra de arte,
y la torería que Pepe Luis Vázquez definía por eso que parece accesorio y que
es esencial : el saber encontrar en todo momento el gesto oportuno y
elegante para resolver una situación imprevista o de peligro, tener en el
instante esa creatividad inagotable de los auténticos artistas y lidiadores.
Puede
ser en algunos aspectos que se toree mejor que ayer, pero en la mayoría de los
casos al mismo tipo de toro, el toro « bravito », casi nunca del todo
malo (el « manso de solemnidad » es una verdadera rareza hoy en día),
pero en el que se juntan pocas veces la bravura y la casta ; en resumidas
cuentas un toro « que sirve » en la medida en que sus fuerzas se lo
permitan, pero « transmite » a penas. Me parece que esto se debe en
gran parte al estatuto de los ganaderos que, salvo una decena de ellos, ha bajado notablemente en la Fiesta y en la
sociedad si comparamos con su situación en el siglo anterior. En sus criterios
de selección deben más que nunca plegarse a las exigencias de las figuras y de
la gran masa del público. Cuando no se ven obligados a practicar dumping para
vender sus animales, la rentabilidad es para ellos una preocupación acuciante. De
ahí las muy indecorosas fundas para proteger los pitones y para evitar las
bajas debidas a las riñas de los toros en el campo. Tal vez sea principalmente una cuestión de
imagen, pero es que ésta resulta muy negativa. Acrecienta y evidencia la
manipulación de las reses bravas, y las aleja de su componente de animales
libres, salvajes e intocados. El público
que exige toros astifinos y se siente defraudado cuando esto no es así debería
entender que a veces estos pitones tan perfectos son menos
« naturales » que algunos pitones romos o ligeramente escobillados
por haberse el toro rasgado en los árboles.
Por
otra parte el espectáculo de la corrida se ha reducido bastante. De los tres
tercios establecidos en tiempos de Paquiro
el único que mide el éxito y las orejas es el último, con la faena de muleta
más que con la estocada. Los dos anteriores vienen a ser para muchos una
formalidad. Tampoco en el curso de la temporada hay mucho espacio para las
sorpresas. Los carteles se cuecen con antelación en los despachos de los
empresarios sin que se tome verdaderamente el pulso de la afición, sobre todo
en España donde no existe ningún mecanismo de consulta para ello. El torero emergente, o reemergente, que
triunfa incluso en Las Ventas tiene que esperar una sustitución para encontrarse
con una nueva oportunidad. Y no hablemos de las novilladas cuyos costes de
producción, por los reglamentos y las exigencias de los sindicatos, cierran el
paso al joven que no está en condiciones de invertir dinero y hacen que la
cantera de nuevas promesas sea muy escasa.
Bien
sabemos que la mente del aficionado, plasmada de recuerdos y obnubilada por el
pasado - pues es lo único que le queda de la belleza contemplada por un
instante en el ruedo e inmediatamente desvanecida - suele ser ante todo
nostálgica, conservadora y pesimista en cuanto al presente y al futuro. A pesar
de este sindroma no deja de llamar la atención el presagio emitido por Antonio
Díaz-Cañanbate en los años 60, según el cual una fiesta desvirtuada, encaminada más a un espectáculo estéticamente
perfecto para satisfacer a las masas que
a un rito de lidia con sus peligros, sus fracasos y sus incógnitas,
« dificilmente podría llegar al siglo XXI. » En la misma perspectiva
Hemingway aseguraba que la permanencia de la corrida requería dos
condiciones : que se sigan criando toros bravos y que la gente siga
demostrando interés por la muerte. De hecho, ¿qué porvenir espera la corrida si
los aficionados ya no perciben o no asumen el significado profundo de ese
ritual, que viene a ser la puesta en escena del enfrentamiento entre la
condición temible de un animal indómito y la inteligencia de un hombre,
demostrada en particular por la gracia de su arte (si bien es verdad que ese
enfrentamiento desemboca en un entendimiento en el cual el torero, dialogando
con el toro y revelando su bravura elabora con él una obra irrepetible). El
trasfondo de todo eso es la tensión permanente entre la vida y la muerte que es
el fundamento de toda existencia humana tal como lo han enseñado los mitos de
las culturas mediterráneas, empezando por el mito de Teseo y el Minotauro y el
conjunto de las tragedias griegas. La corrida es tal vez, al lado de la ópera
italiana y de algunas procesiones de semana santa, la última ceremonia vigente
en la cual se enlazan estrechamente la vida, la muerte y, de alguna manera, la
resurrección. Pero nuestras sociedades contemporáneas y globalizadas han
perdido de vista estas raíces y estas verdades.
La muerte ya no forma parte de la escena pública, se esconde en recintos
apropiados y en la intimidad familiar, o, lo que viene a ser casi lo
mismo, se banaliza a través de una orgía
de imágenes de atentados, accidentes y catástrofes, vehiculados por los medios
a escala planetaria, cuyo mensaje subliminal y tranquilizador es que estos
dramas suceden siempre a otros.
Otro
inconveniente para entender esta fiesta : el hecho de que está basada en
la intromisión en la ciudad de las realidades del campo, empezando por el toro
y, más allá, por esta necesidad de criar animales y luego matarles para el
beneficio humano. Los ciudadanos, sobre todo los jóvenes, saben poco de estas
realidades cuando van a comprar en el supermercado su trocito de carne como si
se tratara de cualquier producto manufacturado, olvidando que éste resulta de
una matanza oculta. A esto se añade para ellos la educación transmitida por
Walt Disney y sus seguidores, que les enseña que todos los animales hablan, no
se matan y no se comen entre ellos, y que son perfectos sustitutos de los
humanos, como muchas de nuestras mascotas. Esa asimilación de los hombres con
los animales constituye la base « ideológica » del antitaurinismo
contemporáneo, en el cual se unen influencias anglosajonas y filosofías
orientales apresuramente digeridas después del 68. La amenaza de esta nueva
inquisición contra los toros es cierta y potente, pero, gracias a Dios, nos
protegen por el momento sus excesos de radicalismo y de fanatismo. El bando de
la afición, por su parte, debe saber recurrir a los temas de defensa al alcance
de nuestros tiempos : la lucha contra la globalización y la monocultura, o
« cultura políticamente correcta », la protección de las libertades y
del derecho cultural, incluso de las minorías, si sus prácticas y sus aficiones
no suponen un atentado a los derechos universales de la humanidad. Es
precisamente esa defensa que promueven las convenciones de la UNESCO.
Eso
no significa que la fiesta de los toros deba quedar estancada, sin posibilidad
de reforma y de evolución. El texto de
la UNESCO lo dice claramente : si no hay relevo generacional con las
aportaciones específicas de cada época, un patrimonio cultural inmaterial se
muere o se convierte en pieza de museo. Claro está, la evolución no debe en
ningún caso renunciar a lo que constituye la esencia de un rito o de una
práctica cultural. Algunos pensarán que, para atraer a los jóvenes y fomentar
una afición más amplia convendría llegar más o menos a esos festejos incruentos
imaginados por don Bull. Pero ¿quién puede pensar que una corrida sin picadores
y sin estocada, con novillos o becerros
- pues de lo contrario no se podrían dibujar las faenas que exige hoy en
día el público - no sería una mascarada
y una hipocresía, ya que forzosamente el animal sería sacrificado a su vuelta a
los corrales ? Creo que el camino es el inverso. El espectáculo taurino,
sin dejar de lado sus valores artísticos, debe recuperar su dimensión ritual,
volviendo a evidenciar su aspecto de combate. Para ello es también necesario
que los ganaderos, en sus criterios de selección, procuren que el toro recupere
toda la escala de la bravura, de manera que, a su vez, el torero sienta la
obligación de lidiar antes de torear, y que el público vuelva a entender y
valorar este trámite. En cuanto a las fundas, acepto la idea que, teniendo en cuenta las dificultades
económicas del campo bravo, es un mal necesario, pero pido a los fotógrafos que
se abstengan de retratar a los toros en
el campo « vestidos » de esa manera, y que se piense en una
labelización especial, por ejemplo « cría ancestral o tradicional»,
de la cual se puedan prevalecer los pocos ganaderos que todavía se resisten a ataviar a sus
animales con estos añadidos.
Para
fomentar la competencia entre los toreros, y sobre todo para dar más
oportunidades a nuevos valores, me parece muy pertinente la propuesta del
maestro Jaime Ostos : que se organicen a menudo corridas de seis toreros,
de los cuales obligatoriamente uno o dos serían de alternativa reciente,
sorteando el orden de las actuaciones. En
esta misma perspectiva conviene aliviar el coste de las novilladas quitando la
obligación a los jóvenes aspirantes de llevar tres banderilleros y dos
picadores.
En
la confección de la temporada, cualquier reforma que permita abrir el juego en
el curso de ella, según el pulso de las actuaciones de unos y otros, será
bienvenida. En España me parecería especialmente conveniente que se invente un
mecanismo que induzca a los empresarios, o a las entidades propietarias de los
cosos, a consultar a la afición local sobre los carteles, como se hace en
Francia con las Comisiones Taurinas Extramunicipales (CTEM). Es hora de que se
haga oír esta voz que es la que mantiene la Fiesta.
En
cuanto al desarrollo de la corrida, dos perspectivas de reformas deben ser
exploradas a mi modo de ver. En primer lugar hay que recuperar los tres tercios
y, muy particularmente, revisar en el reglamento el modo de realizar la suerte
de varas. Se trata de procurar que el toro tenga realmente la oportunidad de
demostrar su bravura, lo cual excluye la monopica, y de impedir que muera en el
intento. ¡Cuántos animales hemos visto asesinados en el primer puyazos, recibir
un segundo puyazo de risa, y ser protestados por el respetable en la faena
porque ya habían perdido sus fuerzas y su sangre ! Tampoco me explico que
los sectores más rigurosos del público protesten cualquier posición defectuosa
del caballo y se queden tan tranquilos cuando el noventa por ciento de las
varas son traseras, no aplicadas en la base del morrillo como debería ser, con
las consiguientes lesiones vertebrales al toro.
El
tercer tercio no puede concluir de otra manera que con la suerte suprema, la
muerte del toro en el ruedo. Es la médula del ritual de la corrida. Todos los
toreros, perdón los matadores son unánimes al respeto. Ninguna otra salida
tendría sentido. Ahora bien, en los tiempos actuales, en el momento en que el toro estoqueado ya no
lucha y está a punto de convertirse en víctima, me parece urgente que se
corrija la manera de darle el golpe de gracia, demasiadas veces inaguantable y
sobre la que se apoyan las imágenes de los antitaurinos para demostrar que
« esto es crueldad y barbarie ». Ya lo decía el maestro Antonio
Ordóñez : « el descabello ya no es una suerte del toreo, es un acto
de matarife ». Razón de más para que no se consienta que se repita más de
lo razonable si el torero de turno es incapaz de acabar con el animal. Lo mismo
sucede con la puntilla. ¿Cómo es posible que se aguanten siete intentos,
cosa que desgraciadamente hemos
presenciado ultimamente en la mismísima plaza de Las Ventas ? Esto ya no
pertenece a la tauromaquia sino a la sordidez de un pésimo matadero. O bien se tiene que volver a contar con un
auténtico puntillero profesional, contratado por la empresa, como fue el caso
hasta hace poco en Madrid y Sevilla, o bien al tercer intento fallido los
veterinarios dirán si la pistola de matadero o si cualquier otro instrumento
puede servir para poner fin a esta escena bochornosa. En 1928, cuando se obligó
a proteger a los caballos con el peto, la reforma fue mucho más tajante y
decisiva para el desarrollo de la corrida.
Insisto,
la corrida, como cualquier arte o cultura, forzosamente está llamada a
evolucionar, pero debe hacerlo manteniendo sus fundamentos, fundamentos que los
aficionados deben entender, saber explicar y transmitir a las jóvenes
generaciones para asegurar el relevo. Si un día lejano, en el futuro, -¡que
espero no ver nunca ! - tuviera que desaparecer, porque también estaría la
afición en trance de extinguirse, que sea sin perder un ápice de su dignidad,
como muere el toro bravo.
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