martes, 13 de noviembre de 2012

HACE NUEVE AÑOS QUE DAVID SE FUE

DAVID SILVETI



EL VITO

 
 Nueve años se cumplieron ayer, cuando estando en el Centro Comercial Ciudad Tamanaco recibí una llamada desde España, era Margarita Núñez que en Alicante se había enterado de la trágica muerte de David Silveti en el Rancho de Juan, allá donde de niño vivió ilusiones, sueños y se arropó con el calor del amor de Doreen y de Juan, y la admiración y el fervor eterno de Alejandro. Ayer en la iglesia de la Santa Cruz  se reunió   Laura del Bosque , sus hijos Eduardo,  Sebastián las dos gemelas y su hermano, el maestro Alejandro Silveti. 
Ausente Diego, que estaba sobre el hule, porque como su padre había honrado la Fiesta arrimándose impulsado por ese caudal de honradez que mueve el corazón de cada Silveti. 
Ellos, como muchos de sus admiradores aquí en Venezuela, recordamos al muy querido amigo y al torero que seguimos apoyando en la distancia que existe entre el estar y el haberse ido.
A David le valían madre los trofeos. Por eso no recogió el premio Domecq por su destacada temporada en la monumental PLaza México. Prefirió irse, sin que lo llamaran. Y sin decir adiós, sólo habiéndole expresado su reflexión de la vida y de la muerte a su padre Juan Silveti, se fue a la chingada.
Su idea del toreo era otra, distinta al mercadillo en que la han convertido los estadísticos y goleadores la fiesta de los toros.
Un día, toda una  tarde en la barra de La Ópera, la madrugada en la cantina  La Luz de la esquina con Gantes y buena parte de la mañana, allá en La Marquesa, en casa de Manolo Arruza, nos trenzamos con Chucho Solórzano, el propio Arruza y  Manuel Capetillo en la diatriba infinita del  concepto del toreo.
No era original.
Es el mismo concepto que vive y late en las raíces de la fiesta de los toros, desde su nacimiento, aunque con mil cabezas, como cada una de las que piensan. Pocos que han vivido de ella se han percatado de la espiritualidad que conlleva.
David Silveti, que partió por voluntad propia el miércoles 12 de noviembre en su rancho de Salamanca, en el Guanajuato cantado por José Alfredo y exaltado en el valor por Juan sin Miedo, era el depositario de cien volcanes en erupción. El sentido del toreo en el silvetismo es lava ardiente. Es, como le confesó un día a Carlos Ruiz Villasuso el propio David, tras un burladero en el callejón de La Maestranza "siempre toreo al borde de la cornada". Sentencia necrófila que desnudó una actitud ante el toreo, la misma que ha provocado la expresión de Juan José López Luna en la afirmación que David Silveti fue "el último de los toreros mexicanos que provocaba en el ánimo de los aficionados el miedo, la emoción, la alegría y el llanto".
Le importaban madre los trofeos, y por ello prefirió emprender el viaje eterno, que ir a la Ciudad de México, y en aburrida velada plena de lugares comunes recibir el trofeo a La Mejor Faena de La Temporada.
Aquella tarde de la faena histórica de esta temporada en la Plaza Monumental México, la gente sintió miedo de David. Hubo emoción y alegría y también llanto. Llanto de hombres grandes, que recuerdan la anécdota del nieto con el abuelo, que lloraba viendo torear a Rodolfo Gaona la tarde del adiós para no volver en El Toreo de La Condesa. Gaona, archirrival de Juan Silveti, el abuelo de David. Gaona era ídolo de toda una generación de mexicanos que vieron en él encarnada la respuesta al reto como nación.
El niño, al que educaban con la reciedumbre de los conceptos de los hombres machos de a de veras, increpa al viejo y le pregunta. ¿Pero no y que los hombres machos no lloran abuelo? A lo que el viejo, le contestó: Es que el que se va es Gaona, hijo; y como Rodolfo no hay.
El llanto de aquel abuelo se convertiría en grito de guerra de La Porra Libre, que a coro aún le grita a los toreros "Manolo, Manolo ¡Y ya!" para echarlos del coso de Insurgentes, reconociendo a Manolo Martínez como único heredero de la lava volcánica de los volcanes en erupción de la fiesta mexicana: Gaona, Armillita, Garza, Arruza y Silverio.
Pero, vea usted por dónde busca la historia la salida al ardiente cauce del río volcánico de la pasión del toreo. Una tarde  guadalupana, fresca tarde de diciembre en la Plaza México, estando con uno que fue mi amigo, le vimos escribir una de las páginas más importantes que se han grabado sobre la arena mexicana, a David Silveti. Lleno impresionante, toros de don Fernando de la Mora para Antonio Lomelín, que sustituía a Manolo Martínez, Miguel Espinosa "Armillita Chico" y David, que reaparecía en la plaza grande.
Lomelín realizó una de sus faenas heroicas, al primero de Tequisquiapan, y Miguel cuajó un faenón a Flor India, un gran toro que tuvo la fortuna de caer en manos de un gran torero. Fue la de Armillita una de esas faenas hermosas, encajada en el sentido plástico que Miguel siempre ha sabido imprimirle a su toreo.
David provocó aquella tarde la emoción, el miedo y el llanto en sus dos toros. Inolvidable su vestido rosa guadalupano, orgullosamente erguido, desmayando los lances "al borde de la cornada". Nada estridente. Todo lo contrario. El sublime desnudo entre la vida y la muerte. La plaza de Insurgentes rugió a cada lance, a cada pase, a cada paso y en cada instante de la intensa entrega de David Silveti con los cárdenos de don Fernando. Nunca antes había escuchado al monstruo rugir de esa manera. Pedro Echenagucia, con los ojos  húmedos en llanto me confesó, "este es el toreo en el que yo soñé; ni en Sevilla he vivido tan intensamente la fiesta de los toros".
A David, que le importaba madre cualquier trofeo, le causó gracia cuando Miguel Espinosa, con el cariño fraternal que le profesaba a David, y su gracia expresiva le dijo," mamón, se te fue un rabo por la espada".
David Silveti reunió en su expresión de torero todas las lavas de todos los volcanes del México taurino. Lavas de aquellos fuegos que le quemaban el corazón cuando nos encontramos en Sevilla, habiendo quemado las naves por hacer campaña en España. Vivió cientos de noches tristes y no sólo una como el conquistador Hernán Cortés. Ese fuego que reunió como líder de una generación, aquellas de los "juniors" del toreo azteca, la quinta de Curro Rivera, Carlos y Manolo Arruza. Humberto Moro. Chucho y los Cuates Solórzano. Manolo, Fermín y Miguel Espinosa, los "Armilla". Los Calesero, Alfonsito, José Antonio y el Curro. Su hermano Alejandro. Entre todos fue él el más mexicano en su expresión y en su sentir que resumiríamos un poco en la frase de Cantú, cuando en su tesis martinista resume el toreo de México en el título "Muerte de azúcar, la sustancia taurina mexicana".
No ha sido dulce la partida de David, para nadie y menos para Juan. Torero de recia expresión universal. Hombre de fuerte personalidad, soñador y bohemio. Jugador y legendario. Torero integral. Debo confesar que con la partida de David, me duele más el dolor de Juan que cualquier otro. "Mi David", así lo llamaba cuando le conocí en Caracas, aquella tarde de finales de los setenta cuando toreó toros de Garfias en el Nuevo Circo. "Mi David", le decía a Curro Girón, “te va a partir la madre, porque es que tiene mucha clase. Te lo prometo". Currito, otro monstruo de la historia, reía de la fuerte chanza del Tigrillo, y me comentaba "¡Cómo seré de grande que toreé con el padre, el hijo y el espíritu santo de los Silveti!

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