domingo, 21 de octubre de 2012

DIEGO ARROYO GIL sobre Chávez Nogales






DIEGO ARROYO GIL





H e leído un libro que considero una obra maestra. Se titula Juan Belmonte, matador de toros. Su vida y sus hazañas, y su autor ­ya fallecido­ es un señor que tenía el orgullo de extender la mano y presentarse: "Manuel Chaves Nogales, para servirle".

¡Qué pedazo de biografía! Razón tiene Javier Marías cuando dice que él la lee como una novela. Así interpreto al maestro: la lee como una novela porque Juan Belmonte, matador de toros se deja saborear como una ficción que ha llegado a un acuerdo fervoroso consigo misma, lo cual pudiera ser una definición de lo que es una buena novela.

Y aunque en general me importa poco que las historias que me cuentan los libros sean verdad o mentira ­lo que quiero es que esas historias sean materia para la imaginación­ debo confiar que me entusiasma tremendamente saber que Belmonte existió de carne y hueso. Por dos razones: la primera, porque eso me permite valorar en su justa medida el trabajo periodístico y biográfico de Chaves Nogales, que es difícil de superar, una cima; y dos, porque Belmonte fue torero, cuando torero dice ser una condición humana que permite a quien la ejerce plantarse en el ruedo de la vida ­que tiene en el centro a un toro de sombras­ como lo hicieron Héctor y Aquiles.

Habrá, lo sé, quienes lancen gritos en el cielo y exclamen "¡fin de mundo!" por lo que digo, pero desoigo a los antitaurinos tanto como a los vegetarianos y a los Testigos de Jehová, sobre todo a los antitaurinos que a más de que no conocen la fiesta ni han ido nunca a una plaza ­nadie está obligado a asistir, por cierto­ quieren prohibirle a uno que vaya si le apetece.

Pero aquí el asunto no son los antitaurinos sino el libro sobre Belmonte que escribió quien es considerado el mejor periodista español después de Mariano José de Larra, según acertada opinión de algunos especialistas. Para que se vea, la realidad es rara: Chaves Nogales escribió esta pieza fundamental de la tauromaquia sin ser aficionado a los toros. Lo que sí es que era un reportero de esos ante los cuales uno se quita el sombrero que para nuestra pobreza ya no se lleva.

¿Por qué Juan Belmonte, matador de toros es un libro tan bello y tan bueno? Porque este escritor inigualable y entrañable, Chaves Nogales, insisto, supo extraerle al personaje la esencia de su carácter y la puso en letra. Desde la primera línea hasta la última uno se la pasa hipnotizado, fascinado por esa observancia atenta y piadosa del periodista con respecto a su invitado.

Usted sabe y si no téngalo en cuenta: cuando se estudia periodismo se aprende que el reportero debe enfrentar sutilmente al entrevistado, que el reportero debe poner en tres y dos al entrevistado, que conviene que el reportero juegue al jaque y mate con el entrevistado. Está bien ­a veces­ pero el periodismo no depende de leyes automáticas sino de las circunstancias de cada uno de sus momentos. Chaves Nogales no quería meter a Belmonte en ningún aprieto, lo que quería era comprenderlo, verlo al completo y con hondura para luego compartir el descubrimiento.

"Juan es un niño atónito, que cuando asoma por las tardes al portal de su casa con el babadero recosido y limpio, llevando en las manecitas la onza de chocolate y el canto de pan moreno que le han dado para merendar y contempla el abigarrado aspecto de la calle desde la penumbra del zaguán, se siente sobrecogido por el espectáculo del mundo, y se queda allí un momento asustado, sin decidirse a saltar el arroyo. Cuando, al fin, se lanza a la aventura de la calle, lo hace tímidamente, pegándose a las paredes, con la cabeza gacha, la mirada al sesgo, callado, paradito, atónito".

Así se inicia este libro del que nadie que comienza a leerlo quiere despegarse, ¿verdad? Uno desea enterarse cómo ese muchachito retraído acabó vistiéndose de luces. La prosa de Chaves Nogales cumple nuestra aspiración. Su verbo tiene eso que José Lezama Lima llamó sustancia adherente y que lo pone a uno turulato de tanta plasticidad, de tanta llaneza expresiva, de tanto duende.

Eran ambos sevillanos, el escritor y el torero, y apenas uno entra acompañado por ellos por las puertas de la ciudad siente que ha franqueado un umbral bautizado. Siente, diré así, la promesa de una dicha larga y profunda como un derechazo templado con la muleta muerta deslizándose sobre la arena.

Lo que se llama tener ojo: don Manuel escribió reportajes de antología sobre la transformación de Rusia luego de la Revolución de Octubre, sobre la Guerra Civil española, sobre la caída de París en manos de los nazis... y esta biografía de Belmonte. ¿Por qué Belmonte? ¿Qué advirtió en él que le hiciera caer en la cuenta de que era necesario registrar "su vida y sus hazañas"? No olvidemos cierto asunto: a diferencia de hoy día, cuando la fiesta brava está de capote caído no por carencia de arte sino de consideración, en los años veinte y treinta ­ni digamos las décadas subsiguientes­ los toros se alimentaban de la pasión de la mayoría de la población de España y de varios países de América Latina. El matador era ­como ahora, con diferencias de índole, el jugador del fútbol que conquista la gloria­ un hombre que propiciaba en el corazón de su gente emociones intensas merecedoras de religiosa celebración. Belmonte, con su tauromaquia inaudita, gozó en vida como ahora en muerte de la condición de mito. José Antonio del Moral, crítico y amante de la fiesta, lo expresa con claridad: "Hasta advenir Belmonte, torear consistía en esquivar las acometidas del toro sobre las piernas, con más o menos valor, con mayor o menor habilidad y arte. Pero Juan impuso la quietud de los pies y la templanza, la despaciosidad en la realización de las suertes, por lo que fue y será considerado como el fundador del toreo moderno".

Advenir, advenimiento, sugiere Del Moral transido de devoción, palabras estas que denotan lo que caracterizó la aparición de Belmonte sobre los ruedos. No por nada le llamaron para siempre, con esa rotundidad española, "El Pasmo de Triana". ¿No es conmovedor? ¿No es conmovedor que un pueblo todo eche mano de la riqueza de su lengua para bautizar "Pasmo" a un hombre mientras a este le cae sobre la frente el agua de la pila? Manuel Chaves Nogales observó el sacramento y quiso registrar el testimonio. Y lo hizo sin aspavientos .Juan Belmonte, matador de toros es una ceremonia alegre en torno a un maestro impar de la fiesta taurina, que no un catecismo ni mucho menos. El periodista rehúye de la catarsis hagiográfica que caracteriza a esta reseña mía. Su texto es cadencioso, emocionante y sobrio. Parece haber sido escrito en medio de una felicidad o, en todo caso, por un hombre que fue feliz mientras escribía. Creo que en esto hay una clave: esa felicidad la percibe al lector. Como tantos otros, este es un libro que alegra, un libro ctónico, una raíz de buena salud. El que lo lee se dice, si aspira a ello, que quisiera escribir así, y si no, que desea seguir leyendo.

Sé que en lo sucesivo volveré a las páginas de esta biografía para contentarme con cada anécdota, con cada giro expresivo. No quiero reproducir ninguna, no sé cómo imitar ninguno. Por lo pronto me complazco con recordar esto: que Belmonte vino a Venezuela en los años treinta. Entró por Puerto Cabello, estuvo en Maracay, toreó en Caracas y cuando partió lo hizo rumbo al Caribe por el puerto de La Guaira.

Aquí conoció a Gómez, pero los homenajes que este le dispensó no le impidieron decirle a Chaves Nogales que el dictador era un "hombre de campo ante todo, a quien era más grato el ajetreo de su hacienda que el cuidado del Gobierno".

Tampoco referirse a los campesinos venezolanos como "gente brava" que hablaba de sus cosas "con frases como latigazos" y que junto a ellos gozó "de una vida más recia, más intensa y viril de la que por el mundo se vive".

Lo sé, otra vez saldrán en mi contra los antitaurinos con el cuento del machismo en el toreo, de la exaltación de la hombría, etcétera y más. No estoy justificando a Gómez, por Dios, sino regocijándome en el hecho de que Juan Belmonte cabalgó las tierras de Aragua y paseó por la capital y vio las costas venezolanas, que "El Pasmo de Triana" estuvo aquí como años más tarde lo estarían el vallejiano Manuel Rodríguez "Manolete" y el incomparable Antonio Ordóñez con todo su señorío. Bueno, y que hace poco en San Cristóbal se vio a José Mari Manzanares (hijo), torero renacentista al decir de una viejecita aficionada que me encontré el 6 de junio a las puertas de la Plaza de Las Ventas, en Madrid.

En fin, que si pueden busquen este libro único de Manuel Chaves Nogales. Taurinos o no, qué importa, sentirán la embestida de la belleza. EL NACIONAL - Domingo 21 de Octubre de 2012



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