jueves, 26 de julio de 2012

El TORO DE LAS DELICIAS


 ALBERTO RAMÍREZ AVENDAÑO

 

La vetusta pátina del bronce que atesora, para muchos maracayeros tantas vivencias, se ha substituido por el brillo embadurnado por un contrato de ocasión. Este símbolo ciudadano irrebatible, por voluntad espontánea de la gente, ajena a decretos y discursos, reclama un desagravio digno de una pluma mejor dotada.
No puede, sin embargo, callar del todo un maracayero de a pie, en cuyo camino de espectador sin muchas pretensiones, se ha cruzado repetidas veces la figura entrañable de El Toro de Las Delicias. En primer término como parte imperecedera, inalterable, del añorado Zoológico que en su momento colmó el imaginario infantil de tantas generaciones de privilegiados maracayeros. Todos aquellos que cuando vimos, entre nuestras primeras películas, a Tarzán, el Rey de la Selva, ya conocíamos, en vivo y en directo como se dice ahora, todas las criaturas salvajes del África rugiente, el polo congelado, la Australia mas remota y hasta los bisontes que poblaron, en inmensos rebaños, las praderas del norte además de la extensa colección de la variopinta fauna criolla, que con tanto tesón nos hemos empeñado en rematar.
Desde ese mismo pedestal, que en su día profanaron los desquiciados buscadores de tesoro de Tarazona, su figura juvenil y altiva, expresión genuina de vigor genésico, presidió el larguísimo establo, quizás el primero en su genero construido en el país, para una explotación lechera intensiva, novedosa para la época, que manejaba, bajo cuidados especiales, ejemplares importados de Europa, de razas especializadas, con las cuales se procuró mejorar los rendimientos de la primitiva ganadería nacional, que hasta entonces dependió exclusivamente del secular origen ibérico-andaluz del resistente criollo, hoy desafortunadamente desaparecido.
La resistencia proverbial del criollo a la dureza del inclemente trópico en la vastas sabanas aluviales fue el resultado de un proceso varias veces centenario de adaptación al ambiente, en un régimen de libertad plena, regulado por la selección natural, la supervivencia del mas apto, ante las adversidades del clima y las enfermedades infecciosas y parasitarias. Parte importante de la riqueza de estos feraces valles, desde el mismo comienzo de la vida republicana, provino del engorde de las puntas de ganado llanero que por vereda, por el camino de El Rastro, llegaban a La Villa.
De esa única simiente disponible se escogieron las destinadas al ordeño en las rústicas vaqueras primitivas, cuyo producto poco abundante pero muy rico en grasa, dio origen a la empresa pionera de agro-industria organizada, desde el mismo comienzo del siglo pasado: El Lactuario Maracay. Su éxito inmediato reclamó cantidades crecientes de materia prima y la necesidad perentoria de aumentar la incipiente producción por la mejora racial de los rebaños criollos con razas lecheras especializadas.
Las fuerzas del trópico no fueron benignas con la simiente importada. Las razas selectas, producto del cuido y la alimentación propia de países de clima templado, aun bajo los mejores cuidados, mostraban poca tolerancia al calor que las hacía víctima propicia a diversas enfermedades. Hasta esos días, mucho antes de los primeros intentos de mecanización, los pastizales del valle se limpiaban a machete y en ellos reinaba el peligro sempiterno para gentes y ganados: la serpiente cascabel.
El ganadero tradicional, formado en el criterio de “ganar” reses al producto espontáneo de la sabana, entendía poco de las plagas y enfermedades que aparecieron luego en las explotaciones comerciales de rebaños mas numerosos en hábitat restringido. La explicación mas socorrida para la muerte súbita de muchas reses, y no pocos cristianos, fue desde siempre : !lo pico una culebra! Y allí mismo terminaban las averiguaciones. Con el tiempo este diagnóstico vernáculo se convirtió en excusa inapelable para encargados y vaqueros quienes tenían la obligación de rendir cuentas.
Todo cambió con el advenimiento de las vacas “finas” para las cuales se limpiaban con esmero potreros y corrales, se mejoraban los abrevaderos, se disponía la sombra y sobre todo, se estrechaba la vigilancia para contener la severidad del patrón. Campesino astuto y redomado, conocedor de gentes y ganados, cuentan los que lo oyeron protestar la socorrida excusa, ante un lote diezmado de las recién llegadas: “estas culebras, que nadie encuentra, saben mucho: matan a las “musiúas” pero no le hacen nada a las de aquí, por mas que vivan juntas”.
Esa observación fue suficiente para comenzar a buscar nuevas excusas, empezar a pensar de otra manera y condujo, mas bien a corto plazo, a la contratación en Europa y en el Cono Sur de los primeros expertos en sanidad animal y un poco mas tarde al nacimiento de las Ciencias Veterinarias en Venezuela, que hoy muestran con orgullo una fructífera labor rendida.
Así, por un camino extraviado pero cierto, llegamos a la segunda encrucijada, donde la esfinge de bronce se erige como símbolo de vocación profesional: cuentan las anécdotas que forman parte de la pequeña historia, al correr de los años tan importante como la formal y mas pomposa, que un conocido personaje de la época, familiarmente emparentado con el Benemérito, fue el comisionado en Francia para realizar las compras del ganado importado y agregan que al mismo tiempo adquirió un célebre caballo pura sangre de carrera, punto de partida de la cría de esa raza, que tanta afición y prosperidad vino a tener en el país. Este mismo personaje, conocedor de primera mano de la desazón que producían las numerosas perdidas de las vacas y toros recién llegados, a manera de desagravio y conveniente gesto de simpatía, envió de regalo el toro de bronce acompañado de una pequeña esquela: “General, éste no se le muere”.
No en balde, desde entonces la figura emblemática, preside la amplia explanada, antiguamente frontera a los establos, donde los pioneros de la veterinaria nacional libraron sus primeras batallas frente a las enfermedades transmitidas por las garrapatas y la incomprensión de los prestigios aferrados al pasado.
Mas corto pero muy vivido es el camino a la tercera encrucijada, por donde llegamos de la vieja carretera de Las Delicias, a la sombra de bucares, jobos y samanes y el sabroso auspicio de innumerables mangos, a lo que fue potrero y luego asiento del Circo del Calicanto, cuyo nombre actual ganó con todo mérito y justicia un infantil compañero de andanzas. Allí encontró nido y promesa nuestra vacilante afición al misterio de los toros y desde esa época, de pasiones febriles y conclusiones atropelladas, aceptamos con inocultable timbre de orgullo, la versión generalizada que atribuía a D. Mariano Benlliure, el muy famoso y taurinísimo escultor español, la paternidad de la estatua.
Los entendidos del momento, tal vez influidos por la proximidad fonética en la pronunciación de los apellidos, afirmaban la versión, que por entonces nos llenaba de orgullo como emblema de nuestra creciente afición: un toro de Benlliure en Maracay!!. Don Mariano, consagrado internacionalmente en la Exposición de Bellas Artes de Roma antes de la primera guerra mundial, con el soberbio grupo de “El Coleo” en el cual, un torero con la clásica coleta natural, hace el quite por coleo al picador caído, en trance muy frecuente cuando todavía tardaría muchos años en llegar el peto protector. Mas pequeña, pero tan realista y famosa es su obra “La Estocada de la Tarde” en la cual un imponente toro de Veragua casi se aprecia tambalear por los efectos de una estocada hasta la bola de “Machaquito” quien dejó a cambio, en la punta del pitón derecho los temblorosos encajes de la pechera de su camisa de torero valiente. Debe haber mucho arte para llevar tanta emoción a un pequeño velador en el museo del Conde de Colombí.
Años después la observación objetiva y desapasionada de los caracteres morfológicos del vigoroso novillo representado en la escultura, nos fue persuadiendo, cada vez mas y muy a nuestro pesar, que su tipo zootécnico no se corresponde con la apariencia típica de un toro de lidia. La evidencia derrotó nuestros mejores deseos y para salir, de una vez por todas del equívoco generalizado, revisamos con cuidado la base de la estatua donde un curioso innominado había advertido la firma del verdadero autor: M. Bonheur. La premura, los buenos deseos y la versión criolla de la pronunciación del apellido justifican, de alguna manera, la confusión generalizada y por tantos años repetida.
El signo de esta tercera encrucijada, solo de momento y en apariencia ingrata, nos llevó años mas tarde al National Gallery de Londres y allí en el mismo vestíbulo, que antecede salones y salones repletos de tesoros artísticos, encontramos un óleo de grandes dimensiones que recoge con todo el colorido, vigor y movimiento el piafar y el ritmo de las pisadas de portentosos percherones difícilmente contenidos por sus palafreneros, en un abigarrado mercado de caballos. Para los oficiantes de la estética animal, morfología exterior como dicen los clásicos, se hace necesario conocer el autor de aquella obra impresionante y así llegamos, una vez mas, a M. Bonheur.
El personaje resultó ser Marie Rosalie Bonheur destacada pintora y escultora francesa, nacida en Burdeos en 1822, especialista en escenas de campo, que se hizo famosa por obras como la arriba mencionada y realizadora de la imagen rotunda de un toro joven de la raza normanda, como muchos otros que vinieron al país en aquellas calendas y dejaron huella en los “barreteados” del llano y las vacas de pinta mariposa de los potreros aragueños.
La figura totémica del toro en todo su esplendor está presente allí como emblema legítimo e imperecedero del orgullo ciudadano de un Maracay que acepta los retos del futuro con serena confianza. A pesar de las rachas menos favorables, la ignorancia y los embadurnes chabacanos, a los maracayeros de siempre este toro no se nos muere nunca.
ARA. Enero 2004

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