ALBERTO RAMÍREZ AVENDAÑO
La vetusta pátina del bronce que atesora,
para muchos maracayeros tantas vivencias, se ha substituido por el brillo
embadurnado por un contrato de ocasión. Este símbolo ciudadano irrebatible, por
voluntad espontánea de la gente, ajena a decretos y discursos, reclama un
desagravio digno de una pluma mejor dotada.
No puede, sin embargo, callar del todo un
maracayero de a pie, en cuyo camino de espectador sin muchas pretensiones, se
ha cruzado repetidas veces la figura entrañable de El Toro de Las Delicias. En
primer término como parte imperecedera, inalterable, del añorado Zoológico que
en su momento colmó el imaginario infantil de tantas generaciones de
privilegiados maracayeros. Todos aquellos que cuando vimos, entre nuestras primeras
películas, a Tarzán, el Rey de la Selva, ya conocíamos, en vivo y en directo
como se dice ahora, todas las criaturas salvajes del África rugiente, el polo
congelado, la Australia mas remota y hasta los bisontes que poblaron, en
inmensos rebaños, las praderas del norte además de la extensa colección de la
variopinta fauna criolla, que con tanto tesón nos hemos empeñado en rematar.
Desde ese mismo pedestal, que en su día
profanaron los desquiciados buscadores de tesoro de Tarazona, su figura juvenil
y altiva, expresión genuina de vigor genésico, presidió el larguísimo establo,
quizás el primero en su genero construido en el país, para una explotación
lechera intensiva, novedosa para la época, que manejaba, bajo cuidados
especiales, ejemplares importados de Europa, de razas especializadas, con las
cuales se procuró mejorar los rendimientos de la primitiva ganadería nacional,
que hasta entonces dependió exclusivamente del secular origen ibérico-andaluz
del resistente criollo, hoy desafortunadamente desaparecido.
La resistencia proverbial del criollo a la
dureza del inclemente trópico en la vastas sabanas aluviales fue el resultado
de un proceso varias veces centenario de adaptación al ambiente, en un régimen
de libertad plena, regulado por la selección natural, la supervivencia del mas
apto, ante las adversidades del clima y las enfermedades infecciosas y
parasitarias. Parte importante de la riqueza de estos feraces valles, desde el
mismo comienzo de la vida republicana, provino del engorde de las puntas de ganado
llanero que por vereda, por el camino de El Rastro, llegaban a La Villa.
De esa única simiente disponible se
escogieron las destinadas al ordeño en las rústicas vaqueras primitivas, cuyo
producto poco abundante pero muy rico en grasa, dio origen a la empresa pionera
de agro-industria organizada, desde el mismo comienzo del siglo pasado: El
Lactuario Maracay. Su éxito inmediato reclamó cantidades crecientes de materia
prima y la necesidad perentoria de aumentar la incipiente producción por la
mejora racial de los rebaños criollos con razas lecheras especializadas.
Las fuerzas del trópico no fueron benignas
con la simiente importada. Las razas selectas, producto del cuido y la
alimentación propia de países de clima templado, aun bajo los mejores cuidados,
mostraban poca tolerancia al calor que las hacía víctima propicia a diversas
enfermedades. Hasta esos días, mucho antes de los primeros intentos de
mecanización, los pastizales del valle se limpiaban a machete y en ellos
reinaba el peligro sempiterno para gentes y ganados: la serpiente cascabel.
El ganadero tradicional, formado en el
criterio de “ganar” reses al producto espontáneo de la sabana, entendía poco de
las plagas y enfermedades que aparecieron luego en las explotaciones
comerciales de rebaños mas numerosos en hábitat restringido. La explicación mas
socorrida para la muerte súbita de muchas reses, y no pocos cristianos, fue
desde siempre : !lo pico una culebra! Y allí mismo terminaban las
averiguaciones. Con el tiempo este diagnóstico vernáculo se convirtió en excusa
inapelable para encargados y vaqueros quienes tenían la obligación de rendir
cuentas.
Todo cambió con el advenimiento de las vacas
“finas” para las cuales se limpiaban con esmero potreros y corrales, se
mejoraban los abrevaderos, se disponía la sombra y sobre todo, se estrechaba la
vigilancia para contener la severidad del patrón. Campesino astuto y redomado,
conocedor de gentes y ganados, cuentan los que lo oyeron protestar la socorrida
excusa, ante un lote diezmado de las recién llegadas: “estas culebras, que
nadie encuentra, saben mucho: matan a las “musiúas” pero no le hacen nada a las
de aquí, por mas que vivan juntas”.
Esa observación fue suficiente para comenzar
a buscar nuevas excusas, empezar a pensar de otra manera y condujo, mas bien a
corto plazo, a la contratación en Europa y en el Cono Sur de los primeros
expertos en sanidad animal y un poco mas tarde al nacimiento de las Ciencias
Veterinarias en Venezuela, que hoy muestran con orgullo una fructífera labor
rendida.
Así, por un camino extraviado pero cierto,
llegamos a la segunda encrucijada, donde la esfinge de bronce se erige como
símbolo de vocación profesional: cuentan las anécdotas que forman parte de la
pequeña historia, al correr de los años tan importante como la formal y mas
pomposa, que un conocido personaje de la época, familiarmente emparentado con
el Benemérito, fue el comisionado en Francia para realizar las compras del
ganado importado y agregan que al mismo tiempo adquirió un célebre caballo pura
sangre de carrera, punto de partida de la cría de esa raza, que tanta afición y
prosperidad vino a tener en el país. Este mismo personaje, conocedor de primera
mano de la desazón que producían las numerosas perdidas de las vacas y toros
recién llegados, a manera de desagravio y conveniente gesto de simpatía, envió
de regalo el toro de bronce acompañado de una pequeña esquela: “General, éste
no se le muere”.
No en balde, desde entonces la figura
emblemática, preside la amplia explanada, antiguamente frontera a los establos,
donde los pioneros de la veterinaria nacional libraron sus primeras batallas
frente a las enfermedades transmitidas por las garrapatas y la incomprensión de
los prestigios aferrados al pasado.
Mas corto pero muy vivido es el camino a la
tercera encrucijada, por donde llegamos de la vieja carretera de Las Delicias,
a la sombra de bucares, jobos y samanes y el sabroso auspicio de innumerables
mangos, a lo que fue potrero y luego asiento del Circo del Calicanto, cuyo
nombre actual ganó con todo mérito y justicia un infantil compañero de
andanzas. Allí encontró nido y promesa nuestra vacilante afición al misterio de
los toros y desde esa época, de pasiones febriles y conclusiones atropelladas,
aceptamos con inocultable timbre de orgullo, la versión generalizada que
atribuía a D. Mariano Benlliure, el muy famoso y taurinísimo escultor español,
la paternidad de la estatua.
Los entendidos del momento, tal vez
influidos por la proximidad fonética en la pronunciación de los apellidos,
afirmaban la versión, que por entonces nos llenaba de orgullo como emblema de
nuestra creciente afición: un toro de Benlliure en Maracay!!. Don Mariano,
consagrado internacionalmente en la Exposición de Bellas Artes de Roma antes de
la primera guerra mundial, con el soberbio grupo de “El Coleo” en el cual, un
torero con la clásica coleta natural, hace el quite por coleo al picador caído,
en trance muy frecuente cuando todavía tardaría muchos años en llegar el peto
protector. Mas pequeña, pero tan realista y famosa es su obra “La Estocada de
la Tarde” en la cual un imponente toro de Veragua casi se aprecia tambalear por
los efectos de una estocada hasta la bola de “Machaquito” quien dejó a cambio,
en la punta del pitón derecho los temblorosos encajes de la pechera de su
camisa de torero valiente. Debe haber mucho arte para llevar tanta emoción a un
pequeño velador en el museo del Conde de Colombí.
Años después la observación objetiva y
desapasionada de los caracteres morfológicos del vigoroso novillo representado
en la escultura, nos fue persuadiendo, cada vez mas y muy a nuestro pesar, que
su tipo zootécnico no se corresponde con la apariencia típica de un toro de
lidia. La evidencia derrotó nuestros mejores deseos y para salir, de una vez
por todas del equívoco generalizado, revisamos con cuidado la base de la
estatua donde un curioso innominado había advertido la firma del verdadero
autor: M. Bonheur. La premura, los buenos deseos y la versión criolla de la
pronunciación del apellido justifican, de alguna manera, la confusión
generalizada y por tantos años repetida.
El signo de esta tercera encrucijada, solo
de momento y en apariencia ingrata, nos llevó años mas tarde al National
Gallery de Londres y allí en el mismo vestíbulo, que antecede salones y salones
repletos de tesoros artísticos, encontramos un óleo de grandes dimensiones que
recoge con todo el colorido, vigor y movimiento el piafar y el ritmo de las
pisadas de portentosos percherones difícilmente contenidos por sus
palafreneros, en un abigarrado mercado de caballos. Para los oficiantes de la
estética animal, morfología exterior como dicen los clásicos, se hace necesario
conocer el autor de aquella obra impresionante y así llegamos, una vez mas, a
M. Bonheur.
El personaje resultó ser Marie Rosalie
Bonheur destacada pintora y escultora francesa, nacida en Burdeos en 1822,
especialista en escenas de campo, que se hizo famosa por obras como la arriba
mencionada y realizadora de la imagen rotunda de un toro joven de la raza
normanda, como muchos otros que vinieron al país en aquellas calendas y dejaron
huella en los “barreteados” del llano y las vacas de pinta mariposa de los
potreros aragueños.
La figura totémica del toro en todo su
esplendor está presente allí como emblema legítimo e imperecedero del orgullo
ciudadano de un Maracay que acepta los retos del futuro con serena confianza. A
pesar de las rachas menos favorables, la ignorancia y los embadurnes
chabacanos, a los maracayeros de siempre este toro no se nos muere nunca.
ARA. Enero 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario