25 de mayo de 1958 César Girón abre la Puerta Grande con Rafael Ortega en Las Ventas luego de lidiar una gran corrida de Pablo Romero |
César Girón llegó a Madrid el 4 de abril de 1951, el
día que el Atlético logró el Campeonato de la Liga Española y que Dámaso Gómez
fue herido en Las Ventas. Llevaba sesenta dólares en el bolsillo, que se los
había regalado don Horacio Carrasquero en retribución de un brindis en una
novillada en el Nuevo Circo. En una maleta de cartón, atada con un mecate, una
máquina de escribir, que nunca supo decir para quéla llevó en la travesía. Calzoncillos, un pantalón,
una camisa y una toalla fabricada en Telares de Maracay, que tenía grabada a
unas bañistas muy atractivas, y una espada. La maleta, la había llenado de
sueños, ilusiones, muchas esperanzas y una gran ambición. Se hospedó en la
Pensión Filo. Una casa de huéspedes, en el segundo piso de un viejo edificio
cerca a la plaza de Santa Ana. Frente a Santa Ana, la Cervecería Alemana, y un
piso más alto de la cervecería la casa de Dominguín. La pensión estaba en el
segundo nivel del Villa Rosa, famosa Sala de Fiestas en tiempos de Joselito y
de Gaona. Sitio de reunión para festejar grandes acontecimientos. A unos pasos
de La Alemana, el Hotel Victoria, donde se vestía Manolete en Madrid.
Madrid y sus viejos edificios ocres, de calles estrechas,
callejuelas azotadas por los vientos primaverales que llegaban trenzados con
las frías corrientes del Guadarrama, donde la soledad se sentía extraña e
inmensa. Caminando por Alcalá al día siguiente se fue hasta la plaza de toros.
Mole inmensa, de ladrillos dorados pintados por el sol del alba en aquel su
primer amanecer. En su ruedo los muchachos jugaban al toro. Entre ellos el
cuñado del conserje, Paco Parejo, un flaco de débil aspecto al que llamaban
“Antoñete”. César Girón le hizo de toro, también hizo de torero, y trabó con
“Antoñete” entrañable amistad. Le llamaron a los pocos días “El chico del
jersey”, porque no se quitaba un suéter el venezolano, llegado quien sabe cómo
ni de dónde a aquel madrileñísimo barrio de jóvenes retrecheros y de extraña
manera de hablar.
A los días Gago llevó a César a Sevilla, en plena
Feria de Abril. Era la intención del apoderado que el torero viviera la
intensidad del toreo que se vive en la capital hispalense. Le compró un toro
que había sido rechazado por defectuoso y lo encerró para que lo lidiara a
puerta cerrada ante periodistas y aficionados. Fue como César Girón hizo su
entrada como torero en España. No debe haber causado ninguna impresión su
actuación intrascendente, pues apenas concluida la temporada abrileña Gago
siguió su camino profesional, como banderillero y Girón volvió a Madrid. Sin
que sepamos otra cosa más de él que su actuación, sin picadores, en la placita
de Miranda de Ebro el 13 de mayo de 1951.
Girón sería la cuña americana que se incrustaría en
el retablo del toreo español. Cuña de olorosa, de exótica madera del Caribe,
con perfume envolvente para llenar el vacío que habían dejado Rodolfo Gaona,
Fermín Espinosa “Armillita Chico” y Carlos Arruza. Sitio de la fiesta que creían liberado los Bienvenidas
y Dominguines, cuando murió en los puñales de “Islero” el cordobés Manuel
Rodríguez, sin darse cuenta de que todo está tejido con el hilo del toreo, al
que se refiere el maestro José Alameda en la extensión de su obra literaria, y
que con ese tejido, y de ese hilo los toreros americanos, han izado una bandera
que surge igual en una playa en la que rebotan las espumas de las olas del mar
Caribe, o en las cimas de los picos y volcanes andinos y en las inmensas
mesetas y profundos valles del México Azteca.
Girón nació de Arruza y ocuparía el vacío de Arruza,
de manos de Arruza, cuando le diera, más adelante en el tiempo, la alternativa
en Barcelona.
Y nos
es casualidad que se doctore en la Ciudad Condal
–escribe Carlos Abella en su Historia del Toreo–, ya que la tarde de su presentación como novillero cortó cuatro orejas,
como tampoco lo es que sea Carlos Arruza su padrino, ya que el estilo del
venezolano, alegre y deportivo, era el fiel heredero del que esgrimiera Arruza
en sus primeros pasos por España.
Fue su paso por Las Ventas en la temporada de 1955
el punto absoluto de su consagración como figura del toreo. Madrid confirma, no
hay duda.
El 14 de mayo de 1955, llega a Madrid con el título
de “Campeón de la Temporada 1954”, la que lideró con cincuenta y cuatro
corridas de toros, confirmó su alternativa con toros de Juan Cobaleda, con
Antonio Bienvenida de padrino. “Bravío” fue el toro de la ceremonia cuya muerte
la brindó a Fernando Gago, su descubridor para España y para ese entonces su
apoderado...
De su estreno ante la afición madrileña comentó
Marcial Lalanda en un despacho que envió Ramón Medina Villasmil “Villa” al
diario caraqueño La Esfera que:
–Hace dos años vi a Girón. Ahora le veo nuevamente y
le encuentro hecho una auténtica figura del toreo. Creo que la suya es hasta
ahora la mejor faena realizada en San Isidro.
Pero aún había más. Seis días más tarde saldría a
hombros en Madrid; y así relató don Gregorio Corrochano la actuación de Girón
en aquella célebre crónica que tituló “César Girón”, sencillamente; con el
sumario, célebre como todos los acertados titulares de Corrochano: “Se ha
perdido el sentido del toreo”.
Veamos qué dijo:
Las corridas de toros han
ido empequeñeciéndose, achicándose hasta reducirse al toreo de muleta. Los matadores
se han desaficionado al toreo de capa, hasta caer en desuso. Los más antiguos
se van olvidando; los modernos no saben torear de capa, ni parece que intentan
aprender. El capote del matador sirve para dirigir la lidia, para acudir con
oportunidad al quite, para torear con garbo y estilo en contraste del tercio de
quites, para dar diversidad y colorido a la dureza del tercio de varas, para
cuidar del toro, según las condiciones de bravura y poder, que unas veces ha de
emplearse con dureza y otras no. Aunque la muleta sea lo definitivo, porque
precede a la muerte del toro, el capote en manos expertas de un matador le
prepara la faena de muleta. Por esto, cuando veo que los matadores no usan
adecuadamente el capote y hasta prescinden de él, sospecho que se ha perdido el
sentido del toreo. La suerte de matar, que es la final, empieza en el primer
capotazo. Esto que parece una exageración o una genialidad de aficionado
antiguo es una realidad. Todo lo que se hace desde que sale el toro es para
matarle con unas normas que no han sufrido variación ni pueden sufrirla, porque
después del recurso que se le ocurrió a Costillares para matar a los toros
aplomados o agotados que no iban al cite de recibir, con lo que se amplió la
suerte, las normas no han variado. Habrá matices, según el modo de hacer de
cada uno, según se acomode mejor al toro pronto o al toro tardo, y para eso
precisamente está la lidia, y para lidiar, el capote. Por eso la muleta depende
del capote. Porque hay que llevar la lidia, gradualmente, desde que sale el
toro, al ritmo y al son necesarios. Ni pasarse en el castigo ni dejarle entero.
Esto es lo que queremos decir cuando opinamos que la suerte de matar empieza en
el primer capotazo; por eso los capotes se llamaron de brega, por esto se
llamaron peones de brega los hombres que auxiliaban la lidia, pero siempre bajo
la dirección del matador o jefe de cuadrilla. No se debe mover un peón ni
colocar un picador sin que lo ordene el matador, que debe estar en constante
vigilancia y aconsejar a la vista del toro la lidia: esto es, como se debe
hacer el toreo en ese toro. Porque el toreo depende del toro. Si los toreros
siguieran las reacciones del público, tendrían una visión más clara. El público
se equivoca en el detalle, pide cosas que no debiera pedir, anda un poco
desorientado, consecuencia natural de cómo se conduce la fiesta; pero cuando un
torero recobra el perdido sentido del toreo, el público lo ve, y lo siente, y
lo acusa de manera inconfundible. No es el aplauso de la simpatía, ni es el
aplauso de la amistad, ni es el aplauso benévolo y alentador. Es el Aplauso. El
aplauso con mayúscula, que el público rinde sin condiciones y sin sensiblerías.
Y es que el público todavía conserva, a pesar de todo –y de todos–, el sentido
del toreo. Cuando oigo decir a los mistificadores del toreo, para disculparse:
esto es lo que le gusta al público, replico, sin poderme contener: sí, ya sé
que el público toma malta cuando no le dan café; pero cuando le dan café, lo
saborea.
Ahí está de ejemplo, el toro
de Girón. ¿Qué hizo César Girón? Dar sentido al toreo. El público no destacó
una faena de muleta entre sesenta faenas. El público vio en un toro lo que no
había visto en cincuentinueve. Vio el toreo. Que no es solamente una tanda de
pases con la derecha o con la izquierda, más o menos logrados, con un concepto
restringido y monótono. Todas las tardes vemos a los toreros echarse el capote
a la espalda y dar atropelladamente lances al costado, que se llaman, mal
llamados, de frente por detrás, porque en los lances de frente por detrás está
el toro a la espalda. ¿Cómo toreó Girón con el capote a la espalda? Sin
barullo, sin moverse, con temple, cargando suavemente la suerte, viéndosele
marcar los tiempos, como yo no los he visto dar desde que los dio Gaona, por
eso se llamaron gaoneras. Así se torea con el capote a la espalda. El público
que ve todas las tardes los capotes a la espalda tuvo sensación de cosa
distinta. Y si otras veces aplaude el atropello y las manchas de sangre en el
vestido, aquella tarde aplaudió de otra manera, distinguió el café de la malta.
Y la faena no sólo se compuso de muy buenos pases con la mano derecha y con la
mano izquierda, sino que tuvo la diversidad, que prende en el tendido con
alegría inquieta de incertidumbre. Entre el toro y el torero andaba el toreo. Y
dio un pinchazo en hueso, y como al salir de él quedara el toro igualado, entró
otra vez a matar sin pases inútiles de preparación inecesaria.
Esto es traer a la plaza el
perdido sentido del toreo.
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