Zabala de la Serna | Madrid
Las golondrinas asustadas levantaron el vuelo. El trueno de la detonación atravesó el aire, y Sevilla se vistió de luto. El 8 de abril de 1962 caía abatido por su propia mano Juan Belmonte (Sevilla,1892-Utrera, 1962) en la soledad de su finca de Gómez Cardeña. El capítulo que nunca escribió Chaves Nogales. La leyenda superaba a la novela que la construyó, Belmonte desbordaba a su personaje. Las espaldas que como cimiento soportaron la construcción del edificio moderno del toreo reposaron destensadas para la eternidad. Joselito el Gallo esperaba en las alturas de la posteridad desde hacía 42 victoriosos años.
Gregorio Corrochano bautizó como la Edad de Oro las temporadas de pugna, en la segunda década del siglo pasado entre José y Juan, a cuyo paso pregonaba El Guerra que lo viesen pronto, antes de que lo matase un toro. Ya ves. Un día antes de la tragedia de Talavera de 1920 compartieron cartel en Madrid por última vez, seis años después del primer paseíllo, un 2 de mayo de 1914. Gallito ganaba aquella tarde talaverana la partida a su sempiterno rival, que no pudo cumplir ni con los augurios ni con Valle-Inclán: «Juan, sólo te falta morir en los ruedos». «Se hará lo que se pueda», contestó el genio de Triana, el hijo del quincallero, el que desnudo en las noches de luna palpaba a tientas la bravura, el Pasmo que hoy vigila con mirada broncínea su plaza de la Maestranza desde El Altozano.
La revolución belmontina dividió la España de pan y toros –«ni me quito yo, ni me quita el toro»–, atrajo a los intelectuales proclives de una generación reacia a la Fiesta como la del 98. Aquellos que encabezaron un homenaje en la capital de España en 1913, con Ramón Pérez de Ayala al frente de la organización y el discurso: «Ya que Juan Belmonte se encuentra entre nosotros, hemos juzgado necesario obsequiarle con una comida fraternal en los jardines del Retiro. Fraternal porque las artes todas son hermanas mellizas, de tal manera que capotes, garapullos, muletas y estoques, cuando los sustentan manos como las de Juan Belmonte y dan forma sensible y depurada a un corazón heroico como el suyo, no son instrumentos de más baja jerarquía estética que plumas, cinceles y buriles. Antes los aventajan, porque el género de belleza que crean es sublime por momentáneo, y si bien el artista de cualquier condición que sea se supone que otorga por entero su vida en la propia obra, sólo el torero hace plena abdicación y holocausto de ella».
Los terrenos que pisaba Belmonte nadie los había hollado hasta entonces. La supresión del movimientos de piernas da paso al juego de brazos, de los largos brazos de Belmonte, que aún vuela alto las telas, siempre por delante de la cara del toro. Nace el temple: «Puedo decir, sin jactancia, que toreé despacio y limpio a toros fuertes y rápidos. Cuando el acierto y la inspiración fueron mis acompañantes, el lento andar del engaño que mis manos movían regulaba la velocidad del toro».
El dramatismo, el patetismo de su figura desgarbada, su debilidad de piernas y su tacto de manos, frente al poder apolíneo de inteligencia superior de Joselito. Lo nunca visto frente a la sabia lidia, y desde ahí Juan fue hacia José, y José hacia Juan. Las cinco verónicas belmontinas sin enmendarse en la vieja plaza de Madrid en 1913 marcarían el rumbo del toreo.
El propio Juan Belmonte contaba en 1944 en la revista El Ruedo el porqué de su ascenso a la categoría de mito: «Se logra cuando el público asocia el riesgo eminente, aunque parece una paradoja, con una gran sensación de dominio, habilidad y arte de torear. Tenía la extraña seguridad de poder con los toros y al mismo tiempo que cualquiera me podía matar en un pase».
Su filosofía se resume en una anécdota campera en los albores novilleriles. Coinciden José y Juan en un tentadero. Uno curtido y sabio por reata, el otro crudo y cerril. Y suena en la placita esa voz altiva de ¡muchacho!, con que se dirige Gallito a Belmonte, que te va a coger, y efectivamente surge la voltereta. Y tal vez otra. Hasta que consigue someter la embestida. Y, una vez logrado, el muchacho vuelve hacia el niño maestro como una flecha envenenada: «Ya sabía que me cogería. Pero la gracia era torearla en ese terreno».
Las facultades gallistas nada tenían que ver con las belmontistas. Cuando Joselito superó las cien corridas –su listón se fijó en 105– se festejó en Sevilla como la hazaña que significaba. Una marca que, se pensaba, ni el propio José repetiría (lo haría por tres veces). «De Belmonte ni sospecharlo; se hubieran reído de quien apuntara la sospecha», escribe Corrochano. «¡Cómo iba a poder con tantas corridas un torero que no sabía saltar la barrera! Pero Belmonte, que es un humorista, dio la clave de su posición en el toreo contestando a una interrogación impertinente: ‘¿Cómo puede usted torear, si no puede correr?’ Y replicó : ‘Yo creí que el que tenía que correr era el toro’». En 1919, rompería el techo gallista con 109 paseíllos.
Las golondrinas alzaron el vuelo asustadas aquel 8 de abril de 1962. «Muere sin toro y sin tarde, tu verónica en el aire», cantó Farina. Sevilla, enlutada 50 años atrás, honrará la memoria de Juan. Una misa matinal a los pies del Cachorro el Domingo 8 de Resurrección. Y el vespertino rito sacrificial de la lidia en la Maestranza, que abre su temporada, paradójicamente, con un cartel de José, el eterno rival, imbatible y fantasmal desde Talavera. Una desesperante soledad. Incluso en la conmemoración de la inmortalidad añorada.
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