miércoles, 16 de noviembre de 2011

ZABALA DE LASERNA. Antoñete y la Paloma




Cuando Marco Antonio Chenel agarró las medallas doradas de su padre muerto, sus ojos se empañaron por vez primera desde que sabía, a la manera en la que se interpretan las cosas con 12 años, de su orfandad. Pero sabía también que entre el oro entregado que tantas veces había oído tintinear sobre aquel pecho nevado y agitado de toses y tabaco, negro de años de nicotina, cálido y acogedor en los disgustos infantiles, se encontraba una pieza muy especial: la Virgen de la Paloma. “La Palomita”, que decía papá. Para el resto del universo, papá era el Papa del toreo, el maestro del blanco mechón, el gran Antoñete, simplemente Chenel.

Doce años atrás, a Marco Antonio lo bautizaron en la recoleta capilla de la plaza de toros de Las Ventas. El agua bendita resbaló por su cráneo recental; la lluvia golpeaba la tierra de aquella mañana con furia de caballo desbocado. El maestro quiso que su bebé entrase por la puerta grande del cristianismo envuelto en el capote de paseo bordado con la imagen de la Virgen de la Paloma, el mismo capote que el 24 de octubre de 2011 reposaba a los pies la capilla ardiente de Antoñete para acompañarlo hasta la ciudad granítica y fría de La Almudena desde su última Puerta Grande. La vida y la muerte arropadas por la seda y la fe, por La Paloma que a Antonio consolaba en la gloria y en la oscuridad.

La carrera de Antoñete siempre mantuvo la coherencia de la fidelidad a una forma de torear en las subidas al cielo de Madrid y en las bajadas a los cielos terrenales. Toreó en los 50, en los 60, en los 70. Nunca como en el ensayo de Tauromaquia que desplegó en los 80, sabio de terrenos, distancias y toros, curtido de desengaños, marcado por las fracturas de sus huesos de cristal, herrado por la mirada meditabunda de la melancolía. La santidad le quedaba lejos a la bondad de Antonio. Porque Antonio Chenel Albadalejo fue fundamentalmente un hombre bueno y sencillo que nunca hablaba de sí mismo. Supo que lo tuvo cerca, supo hasta donde llegó, supo lo que se dejó por el camino y lo que conquistó: el corazón de toda una generación, una afición como la de Madrid que lo instaló en el altar de los mitos como espejo de referencia del toreo eterno.

Al final del trayecto, cuando las luces mundanas se apagan, se cumple el ciclo vital y se cierra el círculo íntimo: La Paloma late hoy sobre el pecho de otro Chenel.

No hay comentarios:

Publicar un comentario