«Antoñete es no sólo uno de los más grandes toreros de todos los tiempos, sino también uno de los artistas más emblemáticos y arrebatadores del siglo»
AGUSTÍN DÍAZ YANES
Estoy consternado. Se ha ido un amigo, uno de los pocos amigos, un maestro por el que sentí admiración especial. Antoñete es no sólo uno de los más grandes toreros de todos los tiempos, sino también uno de los artistas más emblemáticos y arrebatadores del siglo. Un artista que ha trascendido su condición de matador de toros para convertirse en paradigma de lo que un hombre puede conseguir en el arte y en la vida cuando por encima de todos y de todo se mantiene fiel a sí mismo. De ahí que pocos en nuestro país puedan ser llamados maestros con tanta justicia como él. Creo que todos estamos de acuerdo en su exquisito toreo de capa y muleta, en su valor seco y tremendo, en la perfección de su geometría taurina y, sobre todo, en la pureza inigualable de su toreo.
Me gustaría recordar al Antoñete que más me ha conmovido como aficionado y como persona. Me gustaría recordar a ese hombre ya maduro, con los huesos rotos, a ese torero silencioso y melancólico que en 1981, atropellando la razón, reapareció en la plaza de Madrid para dictar las cinco temporadas más hermosas del toreo moderno. Y que nos arrastró a todos al corazón mismo de la verdad. Estoy convencido de que su reaparición de los 80 fue fundamentalmente un acto de rebeldía. Porque Antoñete, a pesar de su bonhomía, o precisamente por ella, siempre fue un rebelde. Un rebelde contra la Historia —venía como otros muchos de una familia de vencidos—. Un rebelde contra el destino —que siempre le rompió los huesos en el peor momento—. Un rebelde contra el tiempo —el único verdadero enemigo de los toreros—. Y un rebelde, por qué no decirlo, contra la historia del toreo, o lo que es lo mismo contra su propia historia.
Y en esa rebeldía, creo yo, se forjó su idea del toreo. Piense lo que piense la gente, dicten lo que dicten las modas, para Antoñete sólo había una manera de torear y de vivir. Porque en el arte como en la vida no cabe la traición. Y Antoñete nunca se traicionó y nunca nos traicionó.
Por eso le llamamos maestro, por eso le respetamos. Porque él ha cumplido la máxima del oráculo griego: la vida consiste en llegar a ser lo que eres. Sí, Antoñete es de los pocos elegidos que tuvo la suerte de llegar a ser un torero.
Fue un artista excepcional, un aristócrata del pueblo, un torero que se anunciaba en los carteles como Antonio Chenel «Antoñete» y en cuya mano izquierda estaba el paraíso.
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