El maestro en una de sus legendarias faenas en Las Ventas, la plaza que fue su casa y en la que toreaba como en su patio
Fernando Sánchez Dragó |
Era, en él, característico el brochazo blanco que adornaba su testuz de buen torero y blanco –albo– fue también el toro con el que cuajó, en Las Ventas, la faena que lo consagró como deidad del Olimpo de la tauromaquia.
Eso fue en un día de San Isidro, a 15 de mayo del 66. La cabeza del toro 'Atrevido', que era ensabanado, alunarado, caricárdeno, cabinero, rabicorto y botinero, acabó en la casa que el matador tenía en Navalagamella. No sé si ese edificio existe ni si el trofeo sigue allí. Tampoco puedo recordar la faena, que sólo conozco de oídas y de leídas, porque andaba yo, exiliado, en Roma.
Sí recuerdo, en cambio, al maestro fallecido, y mucho, porque salía ya en mi primera novela, 'Eldorado', escrita en 1960. Lo vi torear por primera vez ese verano, en Málaga, y un par de semanas más tarde en Vinaroz. En ambas ocasiones hizo poco. Fueron tardes tristes, melancólicas, como él era, melancólico y triste, pese a la fama de juerguista, jugador, bebedor, trasnochador y follador que, como un capote de paseo, como una montera, como un estoque no simulado, lo acompañaba.
Fumador, desde luego, también lo era, en grado sumo y hasta tal punto que ya jadeaba, se asfixiaba y acusaba visibles y audibles síntomas de bronquitis crónica cuando en 1981 empecé a escribir sobre él y, poco después, a entrevistarlo, a tratarlo y a apreciarlo no sólo como torero, sino como persona de bien, cargada de sabiduría, dignidad, honor y fuerza.
De él dije en 'Diario 16', junio del año citado, Feria de San Isidro, lo que sigue: "Antoñete es hoy –valga la redundancia– el torero más torero del escalafón, el que mejor camina, el que mejor entiende las dimensiones de los pases y, sobre todo, el único que sabe geometría pitagórica, el único que tiene cabal sentido de las distancias, de los terrenos, del ritmo y de la metafísica taurina. En su quehacer se resuelve, o se diluye, el eterno problema de la filosofía, que tiene dos pitones: el del espacio y el del tiempo".
Y en esa misma feria, poco antes, en mayo, escribí que "Antoñete mantuvo en todo momento una ejemplar actitud de torero antiguo, rancio, profundo, elegante, majestuoso, instruido, sobrio y decantado por el tiempo en barricas de puro roble. ¡Qué media verónica propinó a su segundo en el cogollo del redondel para rematar unas lances de capa! Sabía a gloria, a alfajores, a rosquillas del santo y a cante jondo del de verdad! Silencio y lentitud para una faena de las que, misteriosamente, no levantan aplausos, pero inspiran respeto. ¡En pie, señores, porque toreaba eso, un gran señor de la tauromaquia, al que incluso los peones tratan de usted!".
No era sólo un torero pitagórico, sino también cartesiano, incierto, frágil, dubitativo a más no poder… Iba y venía, llegaba y se marchaba, se retiró y reapareció muchas veces. Y otras tantas se cortó la coleta para unos meses o unos años después volvérsela a poner.
Ahora, como decía al principio, ya no lo hará. La muerte le ha segado el mechón, pero no conseguirá que desaparezca de la memoria de quienes tuvimos la fortuna de verlo torear, convertirse poco a poco en leyenda y compartir con él un par de whiskies en el bar del Wellington de Madrid, del Colón de Sevilla o del Ercilla de Bilbao.
Allí, en ese último hotel, donde dirigí durante muchos años, junto a Juan Posada, primero, y Pepe Dominguín, después, los coloquios taurinos de la Semana Grande, fue donde lo vi por última vez, y aún se me encoge el alma al recordarlo.
Tuvo que ser eso muy a finales de los ochenta o comienzos de los noventa… Venía él de torear en una plaza segundona del sur. Llegaba descompuesto, desencajado, desarbolado, derrotado. Parecía un cowboy de película de Peckinpah. Al término de aquella corrida –nos explicó a Pepe, a Agustín, que dirigía el Ercilla, y a mí, con los ojos puestos en ninguna parte– el empresario, o el apoderado, o quién fuese, se había dado el piro con el parné y lo había dejado en dique seco y sin blanca en el bolsillo. Añadió que no iba a torear al día siguiente, que no podía hacerlo, que se había acabado, que los toros y él habían roto para siempre.
No lo hizo. Toreó. Siguió haciéndolo, titubeante siempre, hasta que en 2001, con sesenta y siete años a cuestas, ahorcó definitivamente los hábitos, los arreos y los alamares de su orden sacerdotal. ¡Adiós, maestro! Alcanzaste la gloria, aquí abajo, en tardes donde muleta en mano y estoque en ristre, a pulso y con arte, valor, temple y muñeca de torería, te la ganabas para después perderla. Ahora ya la has conseguido para siempre.
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