martes, 4 de octubre de 2011

ANDRÉS AMORÓS: Esperando la casta

José Mora, en una espeluznante escena a merced del primer toro, que le propinó una cornada en el muslo

Después de los fiascos del Puerto de San Lorenzo y Gavira, las reses de Adolfo Martín son la última esperanza de esta Feria de Otoño. Desgraciadamente, las esperanzas se cumplen sólo en parte: toros serios, cárdenos, con muchos pitones, desiguales de edad (segundo y sexto, cinqueños pasados). Pero todos resultan reservones, no se emplean, parecen dormidos, se quedan a mitad del muletazo. Una pena. Ninguno muestra esa bravura alegre que estamos esperando como el santo advenimiento.
El comienzo es tremendo: el primero, descarado de pitones, intenta saltar, pone en apuros a Rafaelillo, se lleva por delante a su peón José Mora: cornada menos grave de 15 centímetros, en el muslo derecho. Por la forma de producirse, pudo ser peor. El toro recibe tres puyazos, mete la cabeza con suavidad a la muleta de Rafaelillo, que se gana al público con derechazos valientes y mata como un jabato. Mi vecino sentencia: «No ha habido faena pero un hombre se ha jugado la vida».
También ovacionan de salida al cuarto, cinqueño, abierto de pitones, pero flojea. Brinda a la Asociación Juvenil Taurina, que despliega, en la andanada, una pancarta por la libertad de ir a los toros (el lema que dio a conocer ABC en Barcelona, hace un año). En el centro del ruedo, Rafaelillo le arranca muletazos, con buen oficio: excelentes, algunos naturales. Pero el toro se para, se desentiende, tarda en cuadrar. Suena un aviso. Y se le va la mano al matar.
El resto tiene menos brillo. El segundo queda bonancible en la muleta pero es demasiado soso, se apaga, se duerme a mitad. Antonio Barrera consigue algún buen derechazo. El toro se resiste a morir: por eso lo ovacionan. El quinto, todavía más parado y deslucido, le da un par de sustos y le rasga la taleguilla, de un pitonazo. Mata desconfiado.
No tiene ninguna fortuna Serafín Marín. El tercero, mansea, huye del caballo; en la muleta es gazapón, no le deja pararse: el público se enfada. No remonta en el último, que embiste con la cara alta: trasteo deslucido. Otra vez será.
Si Clinton fuera taurino, hubiera clamado a su secretario: «¡La casta, imbécil!» Añoramos la casta brava, la alegría de ver a un toro bravo que va a más, que «se crece en el castigo» (Miguel Hernández). No se trata de volver al viejo debate de toristas y toreristas, sino de algo más simple y radical: sin toros encastados, la Fiesta, literalmente, no existe. Tampoco la han traído los «adolfos». Con una «esperanza desesperada» (Brassens), seguiremos esperándola.

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