EDITORIAL DEL DIARIO ABC, Madrid
El Parlamento catalán puede cerrar su legislatura con un gesto de desplante, nada taurino y sí muy cobarde, por oportunista, a una parte de su historia común con España
EL Parlamento catalán puede hoy certificar la defunción de la fiesta de los toros en Cataluña si finalmente aprueba, como es lo previsto, la iniciativa legislativa popular que aboga por su prohibición. Para que este objetivo prohibicionista salga adelante bastará con que se repita la mayoría que el pasado año admitió a trámite el procedimiento parlamentario instado por la denominada «Plataforma Prou». La libertad de voto que ha concedido el Grupo Socialista a sus diputados ha aumentado las posibilidades de los prohibicionistas y ha decepcionado a quienes, sean o no protaurinos, confiaban en que los socialistas actuaran como dique de una estrategia que de forma interesada y sin pudor mezcla ecologismo y nacionalismo.
Los sentimientos que generan las corridas de toros son muy diversos, todos ellos legítimos y causa de polémica no solo en Cataluña. Sin embargo, en esta comunidad autónoma se han conjugado unos movimientos ecologistas muy activos con el oportunismo nacionalista de unos grupos políticos que no pierden ocasión para acosar en Cataluña las manifestaciones culturales comunes con el resto de España. Es cierto que hay parlamentarios nacionalistas que votarán contra la prohibición y algunos socialistas que lo harán a favor, pero, excepciones al margen, la tendencia social y política de esta prohibición es evidente.
Lo más grave de esta obsesión prohibicionista es que revela un intervencionismo ético en los valores sociales incompatible con el respeto a la libertad individual y a la tradición cultural. Las justificaciones pretendidamente morales de la prohibición de los toros —crueldad, maltrato— ignoran a conciencia aspectos esenciales de la Fiesta que van desde la naturaleza misma del toro bravo, destinatario de unos cuidados que ningún otro animal recibe, hasta el sentido ritual de la lucha con el torero. La ausencia de estos contenidos en los discursos antitaurinos más radicales —que son, por otro lado, los más exitosos— es consecuencia más de la ignorancia intencionada que de la reflexión crítica. La principal motivación de estos movimientos prohibicionistas y de sus aliados políticos es el activismo intervencionista, por el que consideran legítimo uniformar a la sociedad con un ideario sedicentemente progresista, basado en criterios arbitrarios sobre lo bueno y lo malo. La cuestión no es, por tanto, discutir si el Parlamento catalán puede o no —que sí puede— legislar sobre la fiesta de los toros, o si son más o menos los ciudadanos catalanes a los que les gusta esta fiesta. No se trata de estadísticas de público, de número de corridas o, siquiera, del coste económico que conllevaría la prohibición. Es un problema fundamentalmente de respeto a la libertad y a la tradición, no de protección a los toros, utilizados como coartada para otros objetivos, y también víctimas de una evidente doble moral, que condena las corridas, pero salva los «correbous». El estruendoso silencio de la sociedad catalana ante esta agresión a las libertades —aceptado con la misma pasividad, ya reactiva, con que asiste a los recurrentes debates identitarios que marginan de la agenda regional sus verdaderos problemas— solo es comparable con el que el socialismo y el Gobierno central han manifestado durante los últimos meses para evitar el desgaste generado por un nuevo roce con el PSC.
Resulta imposible eludir el carácter político de esta iniciativa, ligada al rumbo adoptado por una clase política catalana que, empezando por los socialistas, rivaliza internamente por abanderar el soberanismo y la desafección hacia España. No son los defensores de la Fiesta, sino el segmento político de sus detractores, los que han impregnado de ideología la iniciativa prohibicionista que hoy vota el Parlamento catalán. Asociar la fiesta de los toros a la cultura y la historia de España no es hacer «españolismo», sino constatar una evidencia. Pero pretender alimentar la prohibición antitaurina con sentimientos nacionalistas es una forma de «limpieza cultural» de Cataluña, instrumental de una estrategia mucho más amplia que busca convertir en cuerpo extraño a la identidad catalana cualquier vínculo con lo español. No todos los que hoy voten a favor de la prohibición estarán animados por esta aldeanismo pseudoecologista, pero si el resultado final aprueba la prohibición esta será considerada por los nacionalistas y sus publicistas como una nueva expresión diferencial entre Cataluña y el resto de España, como otro síntoma de que la avanzada sociedad catalana quiere cortar amarras con el arcaísmo castellano que predomina en España. No hay que engañarse. Este lenguaje frentista y contendiente es el que impulsa las dinámicas centrífugas en Cataluña y el que explica la tensión con que el Parlamento de una comunidad autónoma aquejada de graves, muy graves problemas políticos e institucionales, puede cerrar su legislatura con un gesto de desplante, nada taurino y sí muy cobarde, por oportunista, a una parte de su historia común con España.
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