Murió
Antonio Ordóñez, ¡Viva El Juli!… Me gusta esta frase para el año que se nos va.
Un
epitafio para el maestro de Ronda, que
pone el punto y aparte a un capítulo de una historiografía del toreo que inició
Francisco Romero, de quien dicen, aunque se discute, fundó en Ronda una
dinastía y una escuela, la Escuela
Rondeña, de la que Antonio Ordóñez ha sido el Sumo Pontífice.
Pero
como dice Antonio Burgos en su recuadro póstumo, Antonio Ordóñez fue él mismo su
peor enemigo. La gente cuando hablaba de él, se refería a su mal carácter, a su
actitud desleal para con sus compañeros, lo que le sumó mucha antipatía.
No se
referían a él como el torero valiente, cuyo cuerpo, reducido a las cenizas que ahora están enterradas bajo
la arena de la Maestranza de Ronda, parecía un mapa de cornadas; porque Antonio
Ordóñez fue un torero muy valiente y, además de haber sido el último de los
clásicos rondeños, fue el último gran artista de Andalucía.
No ha
nacido, desde que Pepe Luis se cortó la coleta, otro artista con esa dimensión
en el Sur de España.
Imaginativo
como ninguno, el pueblo andaluz se dio a la tarea de inventar mitos para su
mitología huérfana de dioses. No entendía la presencia viva del dios del toreo,
del príncipe de los toreros, como le llamó Gregorio Corrochano en su crónica
madrileña la tarde del faenón a un toro de Atanasio.
Ordóñez
le brindó al Príncipe de Asturias, don Juan Carlos de Borbón, la muerte del
toro de Atanasio Fernández en Madrid. Gregorio Corrochano, hábil titulador, le
brindó la crónica al hijo de Cayetano Ordóñez "Niño de la Palma".
Corrochano había dicho que "el toreo
será lo que él – Cayetano Ordóñez -quiera
que sea"; y, cuando iba a debutar en Madrid, le dio la bienvenida con
el famosísimo titular de "Es de
Ronda y se llama Cayetano".
No
llegó a ser Cayetano Ordóñez el Niño de la Palma lo que de él se esperó que fuera
de novillero, pero sí sembró una dinastía con Consuelo Araujo de la que
nacieron los vástagos Cayetano, Juan, Antonio, Pepe y Alfonso, este último
"el Ordóñez de plata", destacada figura del toreo entre los
subalternos.
Los
chalaos, los que gustan de tomar los rábanos por las hojas, se referirán a
Antonio Ordóñez en las tertulias, como aquel matador que dejaba las estocadas
desprendidas, bajas en "el rincón"; son los que no le vieron, los que
no saben lo que Gregorio Corrochano dijo, al comentar la verónica de Ordóñez,
escribió "La estética de Antonio
Ordóñez toreando de capa no tiene término de comparación. Escultores, si
queréis hacer una estatua a la suerte de la verónica, ahí tenéis el modelo. A
mí me gusta más que toreando de muleta". Lo dijo sentenciosamente la
tarde de la Corrida de la Beneficencia, cuando Antonio lanceó en Madrid a
los toros de Samuel Flores.
La
epopeya de la epopeya la reseñó el crítico Carlos León en la Ciudad de México. Fue
en la temporada de la Monumental Plaza de Toros México en diciembre del 56, con
la histórica faena a "Cascabel"
de San Mateo. Escribió el polémico cronista: "Desde las verónicas empezó lo asombroso. Lentas, desmayadas, dibujando
el toreo con una plasticidad pocas veces contemplada. Luego ese quite gallardo que
inició con la larga afarolada, para echarse el capote a la espalda y hacer las
gaoneras —¡atención: las verdaderas gaoneras—-, moviendo el capote con ambas
manos a la vez y no dejando muerto uno de los brazos" …"No es
incurrir en hipérbole afirmar que jamás se ha toreado más despacio, ni con
mayor finura y elegancia. Erguido, majestuoso, con absoluta verticalidafd, el
rondeño conservó siempre la distancia justa, pero no ajustada, entre él y el
toro. ¡Y qué cátedra inconmensurable! Los naturales eternos, los derechazos
inmensos, los remates precisos de los pases de pecho, trazando el renacimiento
de lo clásico, por encima de ese toreo
circense que tantas veces malhadadas, se ha colado de rondón en los redondeles.
… La verdad única del arte del toreo, a través del legítimo heredero de la
elegancia de Cayetano. Faena de esas que acaban con el cuadro, que marcan rutas
y señalan épocas… Buscando redondear clásicamente lo que clásico había sido, el
de Ronda la Vieja citó a recibir, como en los buenos tiempos. Se produjo un
pinchazo, pero vino después la media estocada, a volapié, que fulminó a
"Cascabel". Dos orejas y rabo parecían poco premio para aquel alarde
de majeza, de imperio, de avasallamiento."
Y ya
para rematar este recuerdo al maestro, estas palabras del gran escritor Alfonso
Ussía, que reclama con exactitud lo que fue y será para la fiesta de los toros
Antonio ordóñez:
"El toreo es arte porque es danza, baile
templado por el hombre que obliga al toro a ser parte del movimiento. El toreo
es arte porque es escultura, quietud y roca, estética y línea, Grecia y Roma
resumidas en el instante plástico del milagro. El toreo es arte porque es
pintura, Goya enloquecido y tremendo, Picasso luminoso. El toreo es arte porque
es literatura, triunfo y tragedia, prosa y poesía, que a veces parece que
métrica y rima se unen en el ritmo para esperar a los poetas que cantan al
toreo. Y el toreo es arte porque es música, callada para algunos, honda y
apoteósica para los que, en verdad, la sienten. La danza queda en el recuerdo,
la escultura permanece quieta, la pintura estática, la literatura dormida en el
libro cerrado, pero la música sigue. Música cercana a Dios cuando el toreo y el
arte se enfrentan a los límites del hombre, y los superan. Y alcanzan lo
inaudito, lo supremo. Antonio Ordóñez era música. Majestad clásica de la
perfección y la armonía. La música del toreo no es la callada, sino la
trepidante, final, triste y melancólica de los grandes genios. Ordóñez, en
museo, en tristeza de olvido, en película antigua, es la Séptima Sinfonía,
cadencia, hondura, frondosidad, donaire, ángel, superioridad absoluta. Ordóñez,
ya muerto, sombrero al aire, flor perdida, beso de mujer bañado en lágrimas.
Toreó rozando el cielo cuando Dios se lo permitió. En ocasiones superó la
barrera de las nubes, las mismas que hoy le amparan y pasean. Fue Mozart y fue
Beethoven. Calma y verónica, viento y delirio. Hoy le dejo mi emoción en estas
palabras. La gratitud me la guardaré para siempre. A él le debo los mejores
conciertos de la estética. Ha sido el más grande. Que Dios no se lo lleve
demasiado lejos de Ronda".
La
muerte de Ordóñez, deja sin príncipe al toreo.
Ha
muerto el rey, ¡Viva el rey!
Muerto
Ordóñez, viva El Juli, un niño precoz que toma el camino que en la encrucijada
de su vida el rondeño dejó de lado. Con Antonio Ordóñez se escapa la fiesta de
los toros para la intelectualidad. Murieron, se fueron y están con él Hemingway
y sus ensangrentadas plazas de verano, también se marchó Orson Wells y toda
aquella farándula del Hollywood de los cincuenta.
Ya los
cielos del toreo no se cubren con el revolotear de las golondrinas —aficionados
de un sólo verano— que adornaron la España franquista. La fiesta de los toros y
España misma son diferentes. Ahora vivimos otra fiesta de los toros, un toreo
que no es analizado por escritores y filósofos en las tertulias de los ateneos.
No es aquel "se hará lo que se pueda, don Ramón" de Juan Belmonte.
Ahora los toreros son protagonistas de una fiesta para las revistas del
corazón.
El Juli
luce diferente, lo veo que en vez de entretenerse buscando fotos en las
revistas del corazón hurga y revuelve en viejos tratados de tauromaquia porque
busca recuperar aquel toreo luminoso, variado, de inspiración, al que el
excreso de clasicismo puso de lado durante el imperialismo rondeño de Antonio
Ordóñez.
¡Viva
El Juli!
Origen de ANTONIO ORDÓÑEZ
Algo
que viene del mar
Y sube
a Ronda. Un ceceo
Entre
el hablar y el callar.
Desde
el mar, que es quietud y es balanceo,
Algo se
siente rondar.
Quizá
el rumor del toreo.
Cuando
le vi torear
Fue sin
estremecimiento,
Era
sólo un mecimiento
Como
del aire al pasar.
Quizá
del aire al pensar
Un
mágico pensamiento.
Sin
patetismo de hondura,
Ni la
falaz tesitura
De
abrir de más el compás.
Ni un
paso, un nudo, de más;
Perfecta
la singladura
Anchuroso
el horizonte.
Ponte
donde quieras, ponte
Simplemente
bajo el Sol.
Él te
mostrará el sendero
Del
arte puro español,
El que
sigue el gran torero
Cuando
viene a torear
Hasta
Ronda, desde el mar.
JOSE ALAMEDA
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