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La Temporada Grande o la llamada Temporada
Internacional, como promueve la empresa de la Plaza Monumental México su ciclo
más importante, llega este domingo a su cuarto festejo. Lo hace sin
que en sus carteles, muchos de ellos muy atractivos, destaque lo que años atrás
nutría la pasión y disposición de los aficionados: la rivalidad.
Hubo siempre rivalidad entre toreros, como
aquella encendida entre Gaona y Silveti, Balderas, Armillita, Garza, El Soldado
en México, y también entre ganaderos como don Antonio Llaguno y los González de
La Laguna y de Piedras Negras como comprobamos al recorrer los
caminos de la historia deliciosamente narrada por grandes cronistas del toreo
mexicano.
En el histórico relato que responde a la investigación realizada por Luis Niño de Rivera, documento convertido en libro magnífico, Sangre de Llaguno, nos enteramos que ocurría en México cuando don Antonio
Llaguno y su hermano José Julián invirtieron todo su
dinero para irse a España en medio de el azar de aquellos turbios días. En México el contenido social de la nación había estallado en una Revolución ,exterminadora de todo lo que oliera a hispanidad. A pesar de todo los Llaguno viajaron a comprar vacas bravas, lo que animó a los González y se
convirtió en rivalidad, más tarde del pacto de San Miguel Texmelucah.
Era Tlaxcala contra Zacatecas.
Luego, cuando regresaron a México para
sembrar la semilla. Lo hicieron evitando invasores y esquivando
asesinos, escondieron en sus casas en Ciudad de México sus vacas,
llegándose a dar la casualidad que en Ciudad de México, el mismo día y en la
misma habitación, nacieron Ana María, hija de don Antonio, y una
vaca de San Mateo pura de Saltillo…
En un libro escrito por Guillermo
Cantú y que sirve de bisagra a dos generaciones del toreo mexicano que
lleva el llamativo título de Silverio, se unen los que
llevaron la pasión inaudita de los tendidos del viejo Toreo de la Condesa a los
amplísimos escaños de la Plaza Monumental México.
A la entrada del tendido en la Plaza México,
el pincel de Ribelles inmortalizó a los hermanos Carmelo y Silverio, "los
Pérez de Texcoco".
Apasionantes ambos, que le dieron un vuelco a
la fiesta de los toros mexicana.
Guillermo Cantú, un autor que es muy
conocedor del sentido del toreo mexicano, es también, por la ideología
expresada en sus libros y artículos, hombre muy polémico.
La intención que envuelve Silverio no es
diferente a la de su anterior trabajo, Muerte de Azúcar, contribución
y búsqueda de una explicación a la expresión racial al toreo sensual.
Leí la obra de Cantú hace años durante mi
estada en Chichimeco, en el rancho de Miguel Espinosa Armilita Chico.
Tras andar el camino escrito por Cantú, viví la oportunidad y el privilegio de
acercarme a los hermanos Carmelo y Silverio de la mano de la narración de
anécdota brillantemente recordada por Carlitos Izunza —fotógrafo
de los inmortales— y por Miguel Sahid, un armillista hueso
colorado, quienes fueron testigos y protagonistas de los días de la gloria de
los toreros de Texcoco en la Ciudad de México. Tal vez los mejores días
del garcismo militante, enfrentado al armillismo.
Eran aquellos días del terreno abonado para que Carlos Quiroz,
"Monosabio", lanzara la máxima guerrera taurina de: "Agarzarse
o morir".
Más tarde en el tiempo y en la pasión de los
corazones aparecería entre los monstruos el torero nahuatl, Silverio Pérez.
Silverio llegó al toreo con la misión de a
recoger la herencia que había dejado intacta su hermano Carmelo. Muerto tras
largo, doloroso y penoso calvario que padeció tras las espantosas cornadas
inferidas por Michín de San Diego de los Padres. Cornadas que como cuchillos
penetraron el cuerpo del texcocano, inerte sobre la arena del Toreo de la
Condesa en la Ciudad de México.
Contaba Miguel Sahid que los silveristas
cuando iban a la plaza y para diferenciarse de los rivales garcistas y
armillistas, y para identificarse con su ídolo Silverio, llevaban prendida a la
solapa del paltó, o prendido del pecho de la camisa, una cinta de color
solferino - rosa mexicano -, para sin necesidad de gritarlo decir que estaban
con El Compadre, que eran del partido de Silverio Pérez; porque los que
gritaban y se peleaban en los tendidos eran los armillistas y los garcistas,
militantes furibundos de las peñas La Porra y la Contraporra, que
capitaneaban "El Jitomatero" y "El
Zángano".
Silverio Pérez fue torero de grandiosa
irregularidad, desacertado e inspirado, estaba prácticamente acuñado
entre Armillita y Garza con su insolente
indolencia de indio, “o de español cuando torea”...
De esa conexión trata la obra de Cantú y el
autor busca en cada línea y en cada párrafo las raíces raciales de la expresión
que difícilmente -tal vez sólo Andalucía- sea entendida en otro rincón del
universo taurino.
Al alimón con la obra de Guillermo Cantú leí
la recopilación de las crónicas de Carlos León, quien en el diario
Novedades de México creó un estilo epistolar -muchas veces mal imitado y pocas
igualado-, para narrar sus reseñas y crónicas taurinas... Estilo avinagrado,
hiriente, sarcástico, de profundos conocimientos taurinos el de Carlos León
Quezada, que mucho antes de que apareciera la tesis de Guillermo Cantú, se
opuso rotundamente "a eso” que calificaron como la expresión taurina
mexicana, y que fue alimentada por Francisco Lazo, responsable de la
información taurina del influyente tabloide Esto.
Aún vibra en el ambiente periodístico taurino
mexicano otro cronista, este ya desaparecido, muerto en un trágico accidente
aéreo y que llenó de dulce mexicanismo sus sabrosas cuartillas. Me refiero al
yucateco Carlos Septien “El tío Carlos”. Silverista apasionado
este poeta de la crónica, como también lo fuera de Carlos Arruza,
uno de los toreros que la adversidad de Carlos León convirtió en diana para los
dardos de la avinagrada crítica.
Los escritores y los periodistas, los
aficionados y las peñas, vivían en México con la pasión de sus toreros. Eran
cada latido de aquellos corazones que le dieron vida y presencia a lo que
califican los que narran la historiografía de la fiesta como la Edad de Oro del
Toreo en México. Al vivir y escuchar revivir el apasionante remolino de la
polémica taurina, comprendí el porqué de las raíces tan hondas en el toreo
mexicano; y vi que para llevar pasiones y masas a los tendidos, hay que
distinguirse con divisa solferino.
Hoy hay puras promesas. Ilusiones muchas,
pero ya no hay que “Agarzarse” ni tampoco distinguirse con “divisa solferino”.
Fresca en la memoria la última época dorada del México taurino, la de Manolo,
Curro y Eloy y esta que recién se fue de Jorge y de Miguel…
No han recogido el reto, se ha secado el pozo
se la pasión.
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